MANOLO – Por los confines de aquí nomas.- (Relatos Breves)

MANOLO

Manolo tenía un andar lento, allá por sus 77 años, cuando lo conocí luego de mi escapada forzosa de la secundaria por integrar la UES, cuando obligadamente tuve que caer por los pagos de Mar de Ajó. No vendrás de Villa Constitución ¿No?- me preguntó un días, con ojos intensos de viejo.
Manolo estaba casado por primera vez con Haída, quien provenía de una viudez con un pastor anglicano, que rezaba al pie de la cama antes de amar, y que solía gozar y extasiarse más con su rito dilatado, que con Haída.
Con esfuerzo Manolo y ella levantaron, hilera a hilera, las paredes de un chalet modesto donde vivían en la costa Atlántica; yo tuve la oportunidad de conocerlos bien. Recuerdo de Manolo su naturaleza tranquila casi de hombre culto y bien leído, y su fealdad física, casi de caricatura.
En el estar, amplio, frente al fuego del quebracho salado (para que los leños tosan, como él decía) con el viento sur revolviendo las cosas afuera, y mientras Haída cocinaba la sopa de pescado, el se deleitaba con su pipa Rossi de tallo de madera rosa, algún tabaco holandés, y un trago fuerte que cobijaba sobre su falda, mientras lo abrigaba con la temperatura de sus manos cuidando de tapar la boca de la copa. Y me sumergía en una vida que yo deseaba y necesitaba, pero que no acertaba a explorar todavía, ni descubría cómo obtener.
Por él conocí a Chesterton, Dostoievski, Cortázar, Neruda, Borges, Smith, Shumpeter, Bernard Shaw, los griegos y tantos más. El viejo amaba la literatura y la filosofía como quien ha llegado al mundo sólo para hacer eso, y con la orden secreta de no divulgarlo. Reunía además, otros síntomas insospechados; vivía de su estudio de arquitectura, y trabajaba para sólo dos o tres firmas importantes de la zona, luego de que con el tiempo el pueblo le diera la espalda debido a su debilidad por el espiritismo.
– Yo no tengo poderes – me decía – más que mi escasa imaginación, y debo ser el hombre naturalmente más poco dotado del universo, entre otras cosas, por mi fealdad – Y luego reía sin gracia.
-Ahí pasa Manolo -decían los jóvenes, cuándo él todos los días iba y venía por la calle Hipólito Irigoyen rumbo a su oficina, jugando bromas con lo que no conocían.
– Es arquitecto! No! Qué va a ser, es brujo! – comentaban mientras perdían el tiempo contra los ventanales de los primeros bares abiertos, Funcional o La Tasca.
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Manolo me daba sus libros como un secreto, y yo los devolvía en una semana, poco mas, poco menos. Era la única forma de relacionarme con un mundo que en Buenos Aires me estaba vedado. Una, acaso dos veces por semana, de acuerdo a mis changas y a mis bolsillos, cenaba con ellos. Ella con sus sesenta y moneditas amaba a Manolo, y Manolo la amaba a ella y a sus perros.
La última vez que los vi me despedí como para regresar a los pocos días, luego de concluir con los nuevos autores. Pero ya no pude volver a verlos. La vida me arrancó por miedo, sospechas y comentarios de aquél lugar invernal de pingüinos, vientos, playas y pensamientos solitarios. No podía estar definitivamente mucho tiempo en ninguna parte y avancé mar abajo. Han pasado casi diecisiete años sin una despedida que se parezca a lo humano, y con tres libros sin devolver.
Ayer supe o me llegó la noticia, que Manolo había dejado este mundo, y me ocurrió algo curioso. Sentí deseos de abrazarlo, recordé mis veintiún años, y concluí con que en esta vida, nos guste o no, siempre le debemos algo a alguien. Y desde entonces creo, que la mejor mujer y el mejor hombre, son aquellos que de tanto en tanto, al menos una vez, son adversarios de sí mismos. Él lo fue. Cuando ella murió, él le cerró los ojos. Y cuando terminó el papeleo del entierro regresó al estar de su casa helada. Calentó su última copa en la hornalla. Hizo toser el fuego. Alimentó a los perros. Y cuentan que así lo encontraron, días después, cargado e tristeza, cuando no respondía al llamado de la puerta, muerto.

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Autor entrada: Carla

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