Manuel

Mi Abuelo Manuel puso media vida de trabajo en Coronda para armar su primer almacén. En 1951 pudo abrir un negocio modesto de ramos generales. Estaba sobre la calle Rivadavia, a dos cuadras de la estación de trenes y a cuatro del Paraná. La manzana se poblaba de a poco con los primeros vecinos.
Uno de ellos lo asaltó a los pocos meses de llegar con su familia. Vivía a una cuadra cruzando la calle. Era un hombre de arrabales. El segundo asalto fue más violento. Mi Abuela cruzó el cuerpo para que no peleara con aquel mismo hombre mañero con el cuchillo.
Al tiempo, se cruzaban en la calle casualmente, a veces a plena luz del día, los dos iban armados, se miraban y seguían sin saludarse.

Los hijos del hombre no tardaron en asediar al barrio. Hicieron del apellido en la memoria del pueblo algo inolvidable; los Maidana.

Una mañana de septiembre, una camioneta se detuvo frente a la casa de los Maidana. Bajaron un ataúd de baja calidad, pino blanco y liso. Velaron al hombre enseguida, en silencio, y sin invitados. El sol pegaba sobre las chapas y cada tanto se veía a los dos hijos mayores salir a fumar los armados, y a alguna de las hijas, haciendo puerta de a ratos.

Manuel miraba de lejos. No faltó quien viniera a comprar algo y le contara lo sucedido. Lo habían matado la noche anterior, en un tumulto de cabarutes y peñas oscuras, se había defendido contra tres hombres que todavía andaban buscando y que podrían ser de los pagos de Arocena o de Barrancas, cerca de San Lorenzo. Pero nadie lo iba a extrañar al difunto.
Al rato Manuel hizo un paquete de vianda, puso lo que pudo sin que faltara la yerba y el café, con galleta de campo y algo de fiambre grueso. Cruzó y entró sin golpear. Uno de los hijos le cortó el paso. Adentro sentada al lado del ataúd estaba la viuda. “Pensé que por ahí necesitaban algo,-dijo el viejo con la cuchilla cruzada en la cintura, a la espalda, bien apretada con la faja negra- y le dio la bolsa. El muchacho agradeció y lo convidó a pasar. El Viejo saludó a la familia y se fue.

Mi abuelo me viene a la memoria en algo que no tiene una explicación clara, ni similitudes directas, una licencia que me permito traspolando irrespetuosamente algún hueco de mi memoria con aquellos sucesos y con estos días, en el intento de alejar cualquier comparación injusta, ya que aquel matrero poco tiene que ver con mi explicación audaz.

Pero Cobos, Carrió, Duhalde, y quienes hayan faltado, debieron haber hecho como mi abuelo, ir, nada más. Y si alguien los llamaba para cruzarles el paso, hubieran avanzado igual.

En política, como en lo más tribal de cada uno, debe existir ese respeto por la muerte. Ese respeto por la vida. Ese sentirnos mejor, intentando que se nos crea.

Somos La Quinta Pata.
YAYO HOURMILOUGUE.

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Autor entrada: Editor

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