Aquel tipo quería poco a los animales, y despreciaba a los perros. Hasta que apareció ese perro callejero por la cuadra. Nadie pasaba por esa vereda. Se había vuelto peleador, peleaba por las sobras con otros perros. Llegó a ser bravo, si no mostraba los colmillos no comía. Se ha puesto malo decía la gente y cruzaban la calle para evitarlo. No tardó en hacerse odiar por el barrio y por los demás perros que le temían. Solo un vecino reparó en él, precisamente el vecino de la vereda de esa casa que el animal había apropiado, el que quería a pocos animales y odiaba a los perros. Ese animal le resultaba ideal para cuidar su vereda, su pequeño pro sistema. El hombre le daba de comer de la mano, hasta que un día se mudó, pero no lo llevó con él. Nadie más lo alimentó, ningún otro vecino se interesó. Una tarde de perros el animal huérfano y dominante se descuidó, y lo atacaron entre varios animales que no olvidaban (en realidad los animales no recuerdan ni olvidan, no piensan, no razonan, solo sienten amor o desprecio, como el Poder siente a veces), lo lastimaron mal, y así, muy herido, desapareció para siempre. Mientras lo vimos mantuvo el rigor de un perro alfa, aunque nadie lo eligió, se imponía favorecido por la lucha contra perros más mansos o más chicos hasta que desapareció el vecino que le daba poder. La supervivencia, claro; porque no era un líder de manada, eran las circunstancias, y estaba cebado.
Recordé esto ayer por la tarde, cuando bastaba con darse una vuelta por la Cámara de Diputados. Cada tanto, recuerdo aquel perro viejo cuando escucho a ciertos funcionarios de todos y cada uno de los gobiernos, convencidos que sus cargos son eternos, hasta que algún día te llaman, cuando pasaron los años y ya los olvidaste y los olvidaron todos, porque necesitan algo, menos plata, claro.
YAYO HOURMILOUGUE.