DOS MOTIVOS – Por los confines de aquí nomas.- (Relatos Breves)

El Curandero del Amor bajó sólo un estribo por la escalera del carromato, mientras solemnemente terminaba de anudar su bata tricolor, platinada y fulgurante. Aníbal estaba avergonzado por golpear a esa hora y su timidez, mezcla de miedo y asombro, ganó su cuerpo menudo y friolento.
Pudo ver al hombre de pie, y por sobre su semblante duro de fino bigote mosquetero, un cielo pleno de estrellas planchadas escapaba del filo horizontal y dorado del techo del carro.
El hombre no habló. Sólo lo contempló desde la dignidad heroica de su altura.
– Perdone usted, pero es que hace meses que lo busco…
– ¿Por qué?
– Es un problema de amor.
– Si no fuera por la hora, joven, le diría a usted que ha dado con la persona indicada.
– Por eso lo busco.
– Evaristo, El Curandero del Amor, para servirle ¿Y qué tan urgente es su caso que no puede esperar a que el sol salga?
– Es muy urgente señor.
– Entonces, pase.
El hombre giró y se agachó, para sortear con su cabeza el marco de la puerta. El carro se movió. Sin perder aún su timidez, Aníbal trepó los cuatro escalones flotantes del pescante, volteó para ver su bicicleta contra el árbol y luego se agachó también para atravesar la entrada. Una vez dentro, quedó sorprendido, casi deslumbrado por el colorido del habitáculo y por los objetos y utensilios desconocidos.
El Curandero del Amor, lo hizo sentar apretadamente a la mesa oblonga de enchapado brillo. A continuación, tomó asiento del otro lado, enfrente. Fregó violentamente sus manos con una crema amarillenta que desprendió sutilmente un perfume encantador, propio más de una mujer hermosa que de aquél hombre magnético. Alisó sus bigotes y aplastó su cabello teñido y tirante hacia atrás. Elevó con la punta de sus dedos la primera cuerda del reloj de esferas, atornillado en la superficie lisa, a un extremo de la mesa, con lo que el acero inició su tic-tac monocorde. Parecía tener todo con solo girar el torso, al alcance de su mano. Luego, sin quitar su mirada punzante del rostro del joven, abrió sus manos en posición de alabanza, de pirámide invertida, y explicó mientras cerraba sus ojos:
El amor que busca está cerca.
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– Lo sé. -respondió el muchacho quitándose la gorra y estrujándola con sus manos nerviosas entre sus piernas. /
– Es un bello y extraño amor, y llevas tiempo ya andando tras sus pasos.
– Desde hace meses, señor. Cuando supe que ese amor existía.
– ¿Acaso cuando supo o imaginó que ese amor era posible?
– Sí. Sí señor!
– Presiento una muchacha nazarena, de una hermosura casi increíble. Con una cabellera tal que podría envolver su cuerpo. En la plenitud de los descubrimientos sensuales y…
– No es ella, señor. ¡Es él!
El hombre paralizó sus movimientos y su boca quedó abierta a medio hablar.
– Y yo he venido a verle señor, por dos motivos.
– ¡¿Cuáles?! -Interrogó con arrogancia y arqueando una de sus cejas el milagroso conocedor de secretos.
– Me han dicho que usted, como Curandero del Amor; con su ciencia digo, puede hacerme olvidar.
– ¿Olvidar?
– ¡Olvidar, señor!
– Puedo. Pero eso cuesta.
– Tengo mis ahorros.
– Eso no significa que pueda usted jovencito pagar lo que vale. ¡Soy el mejor!
– Creo que tengo suficiente señor. ¿Cuánto?
– Doscientos pesos estará bien.
Seguidamente el muchacho sacó el dinero del interior de sus ropas, y apartando la cantidad suficiente, la colocó en el centro de la mesa y la empujó un poco más, hacia el hombre. El hacedor de milagros no contó el dinero. Aflojó la tensión de su cuerpo y bajó lentamente su mentón, aunque sin descuidar del todo su fallida labor teatral.
– ¡Bien. Bien! -dijo casi sonriente- ¡Tranquilo. Tranquilo! Delo por hecho. Será cuestión de algunos pocos días.
– Eso espero… Bueno, no era mi intensión importunarlo a estas horas. En tal caso, discúlpeme, pero ahora tengo un largo regreso pedaleando a casa, donde mi madre me espera, y créame que regreso más tranquilo.
Una madre orgullosa de su hijo, supongo.

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– Supone bien, señor.
– Bien, comience ya a olvidarse del amor de ese hombre, yo, El Curandero del Amor, se lo aseguro, pero… había dos motivos según comentó. ¿Cuál era el otro?
El muchacho se levantó y volteó lentamente hasta dar con la claridad difusa de la puerta a solo dos trancos.
-El otro motivo, señor, se soluciona resolviendo el primero, y para eso ya pagué.
– No entiendo…
– Es sencillo, señor. Usted es mi padre.

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Autor entrada: Carla

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