Ocurrió en agosto de 1953, cuando 40 esquiadores del Ejército se internaron en la montaña en una operación de inteligencia que tenía como objetivo ver las posiciones de Chile. Solo sobrevivieron siete hombres. El drama se produjo cerca del lugar en que cayó el avión de los rugbiers uruguayos en 1972. Un repaso por esta historia poco conocida
Pocas historias conmueven tanto desde hace más de 50 años como la popularmente llamada Tragedia de Los Andes, el avión con rugbiers uruguayos que en 1972 cayó en la cordillera mendocina, fue dado por perdido por 70 días y del que finalmente un pequeño grupo se salvó milagrosamente. De sus 45 pasajeros solo sobrevivieron 16. En aquellos años fue un hecho que conmovió a la opinión pública mundial, un drama que generó desde entonces la producción de libros, películas, entrevistas y conferencias que reunieron miles de testimonios que no dejan aun hoy de asombrar. Ahora la actualización de la tragedia viene desde las nuevas plataformas digitales con la película “La sociedad de la nieve” producida por Netflix y que en estos días se está exhibiendo en el mundo.
Pero hubo otra historia casi igual, aunque prácticamente desconocida, que protagonizaron argentinos y muy cerca del mismo lugar. Fue hace 70 años, en agosto de 1953, cuando un grupo de 40 esquiadores del Ejército se internó en la inmensidad de la montaña en una operación de inteligencia que tenía como objetivo ver las posiciones de Chile en las cumbres. Un inesperado temporal diezmó a la expedición de la que se salvaron solo 7 integrantes tras pasar 8 días sin comer y a la intemperie.
Tuve contacto con esta historia por casualidad. En mayo de 2001 viajé por una beca a Estados Unidos para estudiar en la Universidad de Nueva York. Antes de partir, un tío ya mayor llamado Aristóbulo Barrionuevo me pasó las coordenadas de un amigo que hacía mucho no veía. “Vive en New Jersey. Llamalo de mi parte y andá a verlo. Quizás te cuente una historia que lo marcó para siempre y de la que nunca quiso hablar públicamente”, me dijo al filo de mi partida.
La confesión
Fue así como una tarde de junio tomé desde Manhattan el minibús rumbo a New Jersey que me dejó en la esquina de avenida Bergenline y la calle 65. Caminé unos cincuenta metros hasta llegar a una típica casa estilo inglés. Desde la puerta abierta llega la voz de un hombre invitándome a entrar. Al fondo, en la cocina, ese mismo hombre se para y avanza, bamboleándose con sus piernas ortopédicas hacia los costados, viene hacia mí. Se presenta: “Soy Heldo, Heldo Borzaga…. ¿Hacemos un asado…?”, propuso a este desconocido, y fuimos en su auto por las provisiones.
En esa casa construyó su pequeño mundo donde guardó el secreto de aquellos días vividos en la cordillera hacía casi cinco décadas, el mismo tiempo que llevaba viviendo en Norteamérica. Estábamos solos. Hablamos de temas sin mayor importancia. Ya era de noche y me pide que le traiga una carpeta que tenía sobre la mesa del living. Era un borrador mecanografiado de su trágica historia, el libro inédito de su calvario en Los Andes. Esa historia, su historia, que estuvo silenciada por décadas y estaba dispuesto a contarme, a tenerme como testigo. “Lea, lea en voz alta, quiero acordarme”, me ordenó. Comencé a leer, pero a los pocos minutos el relato cobró vida en su propia voz y luego me hacía leer otros párrafos que volvía a interpretar. Sensación rara la de leerle a un hombre de 75 años su propio drama. Viajamos en el tiempo hasta aquel agosto de 1953 cuando, con sólo 25 años y siendo un joven oficial, se internó en la montaña formando parte de un grupo de 40 esquiadores que iban a recorrer la zona de Laguna Diamante a 5.500 metros de altura junto al volcán Maipo, límite mendocino con Chile. La expedición se inició el lunes 10 de agosto. Recorrieron más de 60 kilómetros esquiando o caminando sobre la nieve con raquetas. Cruzaron 7 kilómetros por la laguna congelada, cubierta de nieve, hasta que el destino jugó su partida.
Era el lunes 17 cuando llegaron al refugio de Obras Públicas. “Todo era normal –dice Borzaga, entrando en el recuerdo– dentro de lo planificado. A esa altura el frío pegaba duro, con temperaturas que alcanzaban los 20 grados bajo cero, con nieve ya congelada. En tres trineos grandes, tirados por 12 hombres cada uno, transportábamos los equipos para la travesía”, empezó a dar detalles. Al llegar al refugio, diez de los esquiadores decidieron adelantar el regreso. El resto del grupo quedó a su mando. Recordó que ese día miró por la ventana de la cabaña y vio que la luna tenía un raro halo rojo. El viento había cambiado, la nieve volvía una vez más y la visibilidad se tornaba nula. “Era el viento blanco, el peor enemigo de los andinistas, el que los desorienta más. Todavía hoy los baquianos e indios dicen que ése es el espíritu de la montaña que se rebela contra quienes quieren domarla”.
Todo cambió
Lo que Borzaga temía sucedió: las condiciones climáticas cambiaron abruptamente. Al día siguiente se desató una tormenta tan furiosa que los obligó, cerca del mediodía, a protegerse en el refugio Yaucha. Estuvieron allí, guarecidos, hasta el viernes 21. Todo el sitio había sido tapado por la nieve. Con mucho esfuerzo, pero sabiendo que sólo podían hacer eso, consiguieron salir por la claraboya. Justo a tiempo: cuando lograron hacerlo, una avalancha terminó por sepultar el refugio. Acababan de salvarse por primera vez de una muerte segura. El tiempo seguía empeorado, los hombres apuraron la marcha del regreso a la base. Para estar más livianos y caminar más cómodos, decidieron dejar los equipos grandes.
Su memoria siguió sacando sensaciones e imágenes. La naturaleza les tenía preparada una nueva trampa. Otro temporal los volvió a golpear con furia inusitada y, finalmente, se perdieron en medio de la inmensidad blanca. El grupo caminó sin rumbo, desorientado, hasta la una de la mañana. El viento los seguía desviando de la ruta que Borzaga había trazado. “De repente –recuerda, y en su voz se oye el silbido de la tormenta–, nos caímos, nos deslizamos sin parar en una quebrada profunda, en medio de la oscuridad. La caída nos había sacado de la senda que nos regresaría a la base de la montaña”. No sabían que el grupo de diez hombres que se había separado antes nunca llegaría a destino: los que no murieron aplastados por el alud, se congelaron horas después.
Totalmente desorientados, los hombres a cargo de Borzaga pararon en un lugar llamado Arroyos de los Gauchos. Allí hicieron fuego para secar sus ropas mojadas y heladas. En la caída, habían perdido carpas y los elementos más indispensables para la supervivencia. Llevaban 12 días en una montaña que se había transformado en una bestia indomable, no tenían comida, se mantenían con lo poco que les quedaba: algo de café, unas vitaminas y pequeños trozos de chocolate. Con unos restos de lona improvisaron, contra unas rocas, un techo para protegerse y aguantar la noche.
El domingo 23 de agosto, a las dos de la tarde, el viento volvió a soplar implacable a 100 kilómetros. Lo poco que podían caminar lo hacían enterrados con nieve hasta la cintura. En algunas partes, debían arrastrarse para contrarrestar la fuerza del viento. Después de cinco horas, agotados, volvieron a armar el toldo. “Esa noche ninguno durmió. A las seis de la mañana todavía estaba oscuro y una ráfaga de viento voló todo. Estábamos a unos 3.500 metros de altura, en medio de la nada, perdidos a la intemperie. A las 10 de la mañana otra avalancha de nieve se nos vino encima y apagó el fuego. Entonces, di la orden de prenderlo de nuevo quemando todo lo que teníamos: esquíes, las raquetas de madera, los rollos de fotos. Todo. Quedamos a la intemperie con casi 30 grados bajo cero y un viento insoportable que no paraba”. Borzaga hace silencio, recuerda, se conmueve. Más que recordar, pelea con su pasado. “Por primera vez sentí que nos encontrábamos en el límite, que nos podíamos morir todos”.
En un momento, la lucha de esos hombres dejó de ser contra la nieve y el viento. El verdadero peligro era dormirse, significaba morir congelados. “Nos hacíamos masajes, les gritaba que no se durmieran, les ordenaba que cada uno despertara a un compañero, les pegaba con toda mi alma cuando veía que empezaban a cerrar los ojos, que se entregaban sin darse cuenta”. La inmensidad se ensañaba con esos hombres. Para paliar el congelamiento de la sangre, se inyectaban coramina glucosa. La lucha era desigual: al frío en los huesos y en la carne, a la falta de comida, se sumaba la angustia de saber que les llegaba el fin. La muerte blanca, esa que hace sentir una paz especial, que neutraliza la voluntad de reaccionar y que pone a la conciencia en un estado de irrealidad total, los empezaba a envolver. En los últimos días habían muerto doce compañeros y los que todavía vivían guardaban una tenue esperanza de poder salvarse amontonando los cadáveres como trincheras para contener el gélido viento.
El espectáculo, de tan real, era espantoso. Algunos se acostaban sobre los muertos para evitar quedar pegados al piso por el hielo y la nieve. Sólo se podía esperar a la muerte en ese cementerio blanco. Así permanecieron horas, días, callados, esperando su turno. “A las seis de la tarde del 23 de agosto me desmayé. Mis compañeros me taparon. No sabían si estaba vivo o muerto. A las tres horas, en plena oscuridad, reaccioné. Abrí los ojos y supe que todos nos íbamos a morir allí. Todos lo sabíamos, por eso nadie hablaba.”
De los originales treinta integrantes de la expedición que habían quedado al mando de Borzaga sólo estaban vivos ocho. El Suboficial Francisco Torres se le acercó y le pidió que los matara a todos con su pistola y que después se pegara un tiro. “Déjeme pensarlo”, le contestó. “Como tenía miedo de que Torres me sacara la pistola y los matara, tiré el arma y tres cargadores completos por un agujero en el hielo al arroyo que corría por debajo.” Estuvieron ocho días sin comer, la mitad de ellos a la intemperie con temperaturas de congelamiento. Caminar les proporcionaba todos los dolores imaginados. El reflejo de la nieve los enceguecía sin piedad. Sólo quedaba recostarse sobre los compañeros muertos, bajo un temporal que no paraba, y arrastrarse hasta un hueco para sacar agua del arroyo que era lo que los mantenía vivos.
Uno de los soldados, al ir hasta el arroyo, quedó atrapado en el agujero que había en el hielo. “Con las pocas fuerzas que me quedaban fui a ayudarlo, lo tomé de la pierna, tiré y lo saqué. Sentí algo caliente en mis manos. Y ese calor me produjo un alivio inmediato. Al mirarme vi como brotaba sin parar la sangre de mis manos”. Pasó que cuando agarró la pierna del soldado, sus manos quedaron pegadas a la tela del pantalón congelado. Al desprenderse, se arrancó las yemas de los dedos. Su propia sangre, caliente, lo cubría. Borzaga recuerda que quiso que ese calor durara para siempre. Se las vendó con lo que pudo y se quedó tirado en la nieve, inmovilizado.
El drama estaba lejos de terminar y Borzaga esa noche se volvía más verborrágico. Contó que durante la travesía se había lastimado el pie izquierdo con una roca, y que el dolor parecía ascender sin freno. “Descubrí un principio de gangrena, una línea azul que comenzaba a subir por la pierna. Sabía que me quedaba poco tiempo. Entonces llegué a la conclusión de que la única manera de salvar mi vida era enterrando las piernas en la nieve. Arañando, como un loco, empujando con el zapato pude hacer un pozo y las metí cubriéndolas de con la nieve. Pude frenar la infección, pero también las congelé”.
Habían pasado dieciséis días desde la partida y solo quedaban siete integrantes vivos. Borzaga seguía acostado, cubierto por hielo que se había formado en su cara y brazos, cuando se le acercó un soldado y, desesperado, le dijo que se moría. “Lo abracé para consolarlo, le dije varias veces que no, que no se preocupara, que nos iban a rescatar. Pero no me escuchaba. Se había muerto en mis brazos, sobre mi pecho. Así estuve lo que me pareció una eternidad, sintiendo su peso sobre mí hasta que logramos ponerlo con los demás muertos”.
Las alucinaciones se multiplicaban. Un soldado decía que veía a Dios detrás de una piedra y que estaba vestido de blanco. Otro creía haber descubierto a un jeep que se acercaba para rescatarlos. “Allí está, nos salvamos. ¿Usted sabe manejar no?”, gritaba segundos antes de derrumbarse, muerto, sobre la nieve. El termómetro se había roto al pasar la barrera de los 30 grados bajo cero. El viento blanco no cedía. Ese 26 de agosto el cabo Eduardo Silva logró incorporarse después de varios días de estar tirado entre cadáveres. Borzaga decidió que fuera él, el más fuerte de todos, quien bajara de la montaña a buscar ayuda. Era la única oportunidad que tenían. El cabo se llevó su silbato y emprendió un camino incierto, plagado de dudas. Caminó más de 20 horas entre tormentas y fuertes nevadas hasta que se topó con la imagen que más soñaba: la luz del Refugio Cruz de Piedra, el campamento base. Extenuado, se derrumbó cuando faltaban 100 metros para llegar. Atinó a soplar como pudo el silbato pero alertó a quien estaba de guardia. Después se desmayó. A las dos horas reaccionó:
-Están todos muertos, dijo.
-¿Y Borzaga?, preguntó el guardia.
-Se está muriendo, como todos, sentenció Silva.
El rescate
Había más de mil hombres rastreando una vasta zona para encontrarlos. El equipo de salvamento llegó al día siguiente a las 8 de la mañana. Borzaga estaba semi inconsciente. Escuchó una voz que decía a su lado: “Está muerto, no hay nada que hacer”. Apenas pudo mover un ojo para que se dieran cuenta de que todavía estaba vivo. Tardaron seis horas en reanimarlo. El regreso no fue menos duro. Atados a trineos, los sobrevivientes tuvieron que soportar una bajada de 22 horas. Grietas, barrancos, precipicios, tormentas, siempre sujetos a esas camillas que se deslizaban por el hielo. Borzaga me muestra en su cuerpo las marcas que le habían dejado los sunchos de cuero y las sogas con las cuales lo habían atado.
Después del rescate, fue llevado al Hospital Militar de Buenos Aires. Le tuvieron que amputar la pierna que había sido ganada por la gangrena. Una neumonía lo acosaba con fuerza, tenía un oído lesionado gravemente, su cuerpo tardaba en reaccionar. De repente, sintió algo raro: un tumulto ganó el pasillo que llevaba a su habitación. Era el presidente Juan Domingo Perón que lo había ido a visitar. En la puerta, Borzaga escuchó que el médico que los atendía le dijo al General que no viviría más de 2 horas: “No tiene circulación sanguínea”, diagnosticó. “¿Me da un cigarrillo?”, le pidió Borzaga a Perón con un hilo de voz mientras el cura esperaba en la puerta para darle la extremaunción. Perón sonrió y accedió al pedido. Después de las primeras pitadas Borzaga le preguntó si se acordaba de él. Pocos meses antes había sido su ayudante cuando estuvo en Las Cuevas. Fue en ese momento cuando Perón le preguntó al médico si se le podía aplicar cortisonas para mejorar su estado y ante la respuesta afirmativa mandó a su asistente a que fuera a buscar a su mesita de luz tres ampollas que habían quedado de cuando Evita estaba enferma. “Por suerte reaccioné enseguida. Esa cortisona me salvó”, recuerda.
Perón le regaló su Cóndor de oficial y lo convenció de viajar a los Estados Unidos para completar la curación en el Hospital de la Universidad de Nueva York. Allí le tuvieron que apuntar la otra pierna y empezó el lento proceso de rehabilitación. Locuras de la Revolución Libertadora: cuando ocurre el golpe de Estado de 1955, convencidos de que el vínculo de amistad entre Borzaga y Perón era indestructible, la dictadura de Aramburu lo castigó dándole la baja del Ejército. “Yo no era peronista pero lo que me hicieron hizo que me hiciera amigo de Perón”. Se quedó en Nueva York donde conoció a quien sería el amor de toda su vida, la norteamericana Marita Petro, la mujer con la que armó una nueva vida quedándose allá para siempre. En 1994, 41 años después de la odisea que le tocó vivir y protagonizar, Borzaga volvió al lugar del drama con varios de sus compañeros sobrevivientes. “Estaba todo increíblemente igual”, confesó.
Me fui de su casa a las dos de la mañana. Caminé unas cuadras por la misma avenida Bergenline que me había traído. Todavía conmovido por ese viaje en el tiempo al que me llevó con su historia, la de un hombre que debió convivir con una culpa oculta por los que se quedaron en las cumbres. Todos los años Borzaga volvía a la Argentina para hacerse sus chequeos médicos en el Hospital Militar. Al año de su confesión, en mayo de 2002, lo internaron por una complicación en esos pulmones heridos por el frío. Quiso el destino que muriera en la misma habitación donde medio siglo atrás había logrado lo imposible, vencer a la montaña.
Los sobrevivientes
Los siete hombres de la misión de espionaje que salvaron milagrosamente sus vidas fueron Heldo Borzaga, Francisco Torres, Juan Carlos Gil, Horacio Naveda, Oscar Novaco, Eduardo Silvay Humberto Martínez.
Crédito El propio autor. Claudio Negrete.
Publicado antes en Infobae