Por Mariano Bartolomé – Miembro de Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de Belgrano (CEISUB) y profesor del Inter-American Defense College (Washington DC)
En términos de seguridad, América Latina exhibe en toda su geografía una fuerte actividad de la criminalidad organizada. Las expresiones regionales de este flagelo son diversas e impactan en sus índices de violencia. Hoy América Latina concentra más del 37% de los homicidios del planeta, con poco más del 10% de su población. América del Sur cuadruplica el promedio global en esta materia, mientras en el istmo centroamericano la brecha es aún mayor. Con escasísimas excepciones, todas las naciones de la región tienen tasas de homicidios violentos superiores al mencionado promedio mundial. Y, desde hace más de dos décadas, por lo menos ocho de las diez ciudades más violentas del orbe se ubican al sur del río Bravo, según las sucesivas mediciones anuales de una prestigiosa institución no gubernamental.
Complejos factores condicionan la eficacia, con sustentabilidad en el tiempo, de cualquier estrategia para contrarrestar esa situación. Uno de ellos remite a la percepción de las actividades criminales como una forma de subsistencia, e incluso de ascenso social, por sectores marginales de la población, en un espacio geográfico signado por la desigualdad. En América Latina, el 10 % de la población con mayores ingresos recibe el 55% de la renta nacional y el 77% de la riqueza total de los hogares, de acuerdo con el último Reporte Mundial de Desigualdad. Comparativamente en Europa, un área geográfica más equilibrada, esas tasas son de 36% y 58% respectivamente.
Otro problema igualmente preocupante alude a la deficiente situación en materia de Estado de Derecho, o Imperio de la Ley,entendiendo que este concepto engloba mecanismos eficientes de rendición de cuentas por parte del gobierno; leyes claras, que preserven los derechos fundamentales; transparencia en los actos públicos; y una justicia independiente, rápida y eficiente. De acuerdo con mediciones del World Justice Project, apenas tres naciones de la región alcanzan valores realmente altos en este rubro (Uruguay, Chile y Costa Rica), registrando importantes falencias en el resto.
Dos cuestiones asociadas al Estado de Derecho resaltan en esta lectura: la impunidad y la corrupción. En cuanto a la primera, el tradicional Índice Global de Impunidad que confecciona una universidad mexicana, muestra que en todas las naciones de la región este flagelo fluctúa entre los niveles mediano y alto, sin que se observen casos de impunidad baja o nula. Respecto a la segunda cuestión, Transparencia Internacional indica que América Latina se encuentra por encima de la media mundial en materia de corrupción, agregando que esta situación no observa mejoras desde hace más de un lustro. Peor aún: según los relevamientos de Latinobarómetro, la mayoría de los latinoamericanos percibe que la corrupción crece en la región en forma sostenida, año tras año. Y ubica como principales protagonistas de esas prácticas dolosas a los jefes de gobierno y sus funcionarios, seguidos por los parlamentarios. Por su parte, el Barómetro de las Américas que elabora la Universidad de Vanderbilt indica que para el 65 % de los ciudadanos latinoamericanos, la corrupción alcanza del 50% al 100% de la clase política.
Todavía más alarmante es la menguante adhesión a la democracia, como forma de gobierno. Según cuál sea el sondeo considerado, los latinoamericanos que adhieren firmemente a ese formato fluctúan entre el 40% y el 60% del total, con tendencia declinante. Subyace en esta situación una decepción con la democracia como medio para resolver las cuestiones que más preocupan a los latinoamericanos, dos de las cuales ya hemos mencionado: la violencia y la corrupción.
Esto no debe interpretarse como una mayor permeabilidad a la irrupción de regímenes militares, pues esa opción carece absolutamente de consenso. Las preferencias se orientan hacia gobiernos emanados de las urnas y encabezados por líderes ajenos al mundo político (y consecuentemente no corruptos, en el imaginario social), que podrían cercenar parcial y temporalmente libertades individuales, en aras de mayor seguridad y menos corrupción. El mandatario salvadoreño NayibBukele, que por estos días goza de una innegable popularidad en el ámbito doméstico, probablemente constituya un caso paradigmático en este sentido. Apuntalando estas apreciaciones, recordemos que el Human Freedom Index señala que en América Latina hay un menor respeto a las libertades individuales que en América del Norte, Europa (Oriental y Occidental) y Oceanía; premio consuelo, estamos mejor posicionados que África Subsahariana y Medio Oriente.
Una mejora del panorama de la criminalidad en Latinoamérica, de manera progresiva y sostenida en el tiempo, no puede lograrse a través de rápidas medidas coyunturales. Por el contrario, depende de múltiples factores. Dos de ellos, entre muchos otros, apuntan al logro de progresos nítidos en la distribución del ingreso, y de avances sustantivos en materia de Imperio de la Ley. Concretamente, en términos de corrupción e impunidad. Si estos progresos finalmente ocurren, y coadyuvan a una disminución de la criminalidad que se traduzca en menores niveles cuantitativos de violencia, podría observarse un importante efecto colateral positivo, en materia de cultura política: la reversión de la curva declinante de adhesión a la democracia, como forma de gobierno.
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Iván Alijo
Magma Comms