El Zumbido Azul.

Supe que me andaba buscando. A Rodolfo, hacía años no lo veía. Después de la secundaria nocturna fueron contados los encuentros. Todos decíamos que era un desperdicio. Un tipo muy capaz, pintaba para abogado o cualquier otra profesión. También era un capo en matemáticas. Ya en la UBA, no lo vimos. A la facultad fuimos apenas dos o tres desterrados de aquella nocturna y dos de las chicas. Finalmente cada uno eligió su camino. Y hay caminos que separan. Lo último que nos enteramos es que Rodo andaba patentando inventos en el INPI. Tras eso, se desvaneció en el aire. No faltó quien dijera que andaba medio “chapa” cerca de Coronda, en un pueblo chico de Santa Fe. Hasta que me enteré que trajinaba por acá, preguntando por mí. Uno casi siempre es el primero en enterarse en este oficio, aunque no de todas las cosas. Una amiga común quedó en averiguar el número de teléfono del Rodo y lo consiguió. Pasó una semana.
Ese día me levantaron una reunión a las tres de la tarde. Re agendaron. Igual quedé colgado en pleno centro porteño. Busqué. Ahí estaba el número de Rodo, era un móvil y lo llamé. Su alegría se mezclaba con incredulidad. Me dijo que estaba en Buenos Aires, en una pensión, por unos días nomás. Nos citamos en un café por Flores. Cuando entré al lugar, desde el cielo oscuro se descolgó la peor lluvia. Pesada y ruidosa. Llegué con lo justo.
Bastó una mirada al lugar, muy poca gente. Para cuando lo vi, ya venía desde un costado con los brazos abiertos. No me soltó por unos largos segundos. Su emoción era autentica, hasta llorisqueó. Romper el hielo fue difícil. Habían pasado los años y por lo que estaba viendo, a él no le perdonaron nada. A su ropa se le notaba el uso y la elegancia, de cuando nueva. De a ratos, le temblaban las manos.
-¡Carlitos!!!”-me dijo con los ojos cristal- ¡Carlitos, carajo! Llegaste… Sos el único que llegó….!- y me apretó el antebrazo sobre la mesa, sacudiéndolo, con una alegría limpia.
-¿Llegar? No Rodo, laburo como cualquiera…es un trabajo como cualquier otro.
-Pero te leo, te leo siempre que puedo… y por eso quería verte.
-Bueno, acá estamos- dije con cierta timidez- ¿Cómo estás? ¿Qué te anda pasando?
-Necesito que escribas algo, tenes que hacerlo por mí y porque la gente tiene que saberlo…-
Tomé un trago del café que nos habían servido. Miré su rostro, parecía otro tipo. Ya no me lo imaginaba joven, era difícil saber si se trataba de la misma persona. Pero era él.
-Historias me piden muchas veces, Rodo… y no es fácil, primero lo tiene que ver el editor…
-Pero vos sos quien escribe…
-Sí, pero hay un equipo, no decido solo… hay temas y especialidades que respetar… – Quedó pensativo. Miró la calle que comenzaba a inundarse.
-¿Me acompañas con un wiski?
-No, Rodo, no tomo bebida blanca, además son las cuatro y cuarto de la tarde…
-No te molesta si pido uno…
-Es tu vida…
Lo pidió. Lo bebía despacio, apenas mojando los labios. Ordené otro café. Comenzó a hablar de a poco.
-Estuve seis meses internado…. ¿sabes?- comentó como al descuido.
-No. No sabía… ¿Qué te pasó?
-Un accidente…. Morí y me trajeron de vuelta…
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Hacía como una hora que la oscuridad ya se había derrumbado, tapándonos. Y las luces en la calle con tanta agua fueron más brillosas. Cuando comenzó la historia creí que de verdad estaba medio desequilibrado. Pero mientras avanzaba con su narración observé lo que me decía su cuerpo. No había contrastes entre una cosa y otra. Ese hombre me estaba diciendo la verdad, o al menos la sentía como tal. Lo gestual, la voz, la mirada, eran creíbles. También sus manos de a ratos nerviosas, eran simples en cada movimiento. Abiertas.
La historia, desmesurada y sorprendente. Anoté algunos datos. El nombre de la clínica donde estuvo internado, por caso, hasta que por falta de dinero me aseguró, lo trasladaron a un hospital en Rosario. Me contó del accidente y del zumbido inmediato de las alas. Inmensas. Plateadas por abajo, azules arriba. Y la velocidad aplastándole el cuerpo, comprimiéndolo hasta sacarle el aire y sofocarlo en un ahogo brutal y mortal. Decía recordar con absoluta exactitud el lugar a donde lo llevaron, o donde fue a parar en segundos, con superficies aceradas y pulidas como las morgueras. Recordaba eso y la charla de los dos hombres a los que de ningún modo pudo verles los rostros. De “brazos como esculpidos, muy altos, inmensos, y con esas alas metálicas y azuladas que llegaban al piso”, insistía casi enérgico.
Uno de ellos arrastraba las puntas cuando se movía. “No eran alas de plumas, no… eran como de escamas enchapadas” me decía acercándose sobre la mesa, bajando la voz. Apenas vio el perfil de uno, explicó. Una fisonomía dura, aguileña. Y el olor, ese olor que sentía aun en la piel, como a desinfectante, pero diferente. La luz no era blanca, o clara, era grisácea y resaltaban los azules eléctricos que se dispersaban y volvían, “¡Como imágenes desprixceladas!”.
Contó que no podía moverse, o que sabía que no podía hacerlo, hasta que entendió que no estaba solo. Había muchos como él. Mujeres y hombres… estaban ahí y eran de diferentes edades. Pero igual que él, permanecían sin emitir sonido alguno. Solamente podía percibir sus presencias, tal vez como ellos la suya. Recordaba las voces de esos dos seres, ásperas, cortantes entre ellos. Por alguna razón, interpretó que estaban solos y que con tanto trabajo no iban a poder continuar por mucho tiempo más. Que necesitaban más como ellos. Y aunque los esperaban, tampoco alcanzarían los que iban a llegar en un tiempo como apoyo, mientras nosotros siguiéramos haciendo las mismas cosas que hacíamos desde miles de años atrás. “La civilización no evita la barbarie”, dijo. No supe si lo decía él, o era parte de lo que creyó escuchar.
“A quien no está preparado, lo devuelven… por eso estoy acá, conversando con vos”. “Todo fue rápido y doloroso”, repetía. Trabajaron en mi cuerpo, mientras me desmayaba o me dormía. Y juró que “nunca, había sentido tanto, tanto frío… no podía ver afuera de ese lugar, pero sabía que siempre era de noche y había estrellas, y la misma luna”.
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Pasaron los días. Me aboque a mi trabajo. Llamé a la Clínica y al Hospital. Era verdad, estuvo meses internado, solo. Sin amigos que lo fueran a visitar. Sin familiares que lo contuvieran.
Logré contactarme con una de las enfermeras que regularmente lo atendía. Conseguí algunas conversaciones telefónicas extensas, una vez que confirmé sus horarios. “No, jamás me ha contado nada asombroso, estaba muy mal herido, lo afrontó en silencio… No, tampoco, nunca ha sido tratado ni medicado como paciente psiquiátrico, no. Era un hombre tierno, pero muy solo ¿le ha sucedido algo?”.
Le di vueltas a la historia. Podía pasarle aquel tema a algún colega que se dedicara a escribir ficciones. Definitivamente no era lo mío. No me animé a conversarlo con mi jefe. Posiblemente me iría a preguntar si el loco era yo, además de su carcajada inigualable y las bromas por varios días. Dos por tres, cuando buscaba algo en el morral encontraba el papel con su nombre y su número de teléfono de Arocena, a dónde supe él iba a regresar en días. Ya estará allá, pensé.
Mantuve ese papel conmigo desde aquellos minutos antes del abrazo final, aquella noche bajo el toldo del bar, en medio de un aguacero que no daba tregua y de una mojadura seguidora, que no nos perdonó.
Transcurrieron dos semanas. Aquel día hice la entrevista pautada. La grabé, como siempre. Luego hubo algo de “off”, siempre valioso. Me invitaron a almorzar tras las formalidades. Rehusé quedarme por una decisión, o tal vez deformación profesional que asumí siempre y me despedí con un apretón de manos. Pensé mientras caminaba por la vereda en llamar a Rodo para decirle la verdad. Era imposible escribir su historia. Al menos yo no lo haría. Prefería decepcionarlo a traicionar su confianza. Lo mío era política, economía, empresas, sindicatos. Ni siquiera quería hacer judiciales. Ya no. Tampoco había tiempo. Esa misma noche tenía el pasaje de avión hacia el sur. El tema era el Gobernador de aquella provincia y conflictos sociales inevitables que ya se tornaban violentos. Extraño. Asociaba el sur a la tranquilidad, a las soledades naturales y desiertas, a los encuentros verdaderos, a las grandes distancias, a la paz, a los amigos y el fuego parrillero. No sé qué sucedió exactamente cuándo intente cruzar la calle. Lo cierto es que escuche la frenada y como mecanismo absurdamente defensivo puse mis manos por delante. Sentí el estallido de mis antebrazos y costillas y un zumbido de aleteo ensordecedor despegándome del piso a una velocidad que nunca imaginé. Logre ver el cielo oscureciéndose. Mis pulmones colapsaron. Inmediatamente, llegó el frío….
Yayo Hourmilougue
(escrito en Diciembre de 2017)
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Autor entrada: La 5 Pata

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