Parte del Capítulo I
Los Mal Amados, Página 9.
(…) Las necesidades eran una cosa, las pasiones, otras. Sus trabajos promediaban lo mejor. Eran comentados en esos mundos estrechos. Sabía que lo consideraban infalible, pero no se engañaba. Que él mismo se lo creyera era lo peor que podía ocurrirle. Podría caer en el descuido. Se trataba de afinar cada instrumento. Después de todo, cada destinatario, insistía seguro, estaba ahí por algo. Y había un gran componente de acostumbramiento luego de los primeros logros. Consumar un hecho, no dejaba de ser justicia, aunque prefería no pensarlo así.
Terminó de cenar. Por la ventana entró un viento un poco más fuerte. Pensó en hacerse café. Cuando se levantó, encendió un cigarrillo. En eso sonó su móvil;
“El Manso, che…anduviste por acá pero me atrasé… ¿cómo estás?”.
“Sí, estuve, no pude esperar tanto…Ya estoy casi viajando. Tengo lo tuyo, te veo pasado mañana al mediodía, pero te llamo a mi regreso y te digo dónde…sino te lo giro de afuera”. “No hay problema, manejate tranquilo”.
“Bueno, te llamo entonces”.
“Bárbaro Sosa, chau”.
Colgaron. Fue hasta el bolso. Extrajo la Beretta 92 que le dejó El Manso hacía unos días. Comprobó el funcionamiento del seguro, el retroceso en la corredera, y el estado general del caño y la recamara. Estaba limpia y tenía poco uso, procedía de Brasil. Verificó luego los dos cargadores para ocho balas, y abrió la caja para examinar cada una, 9 mm. El arma tenía el peso justo para lo que iba a necesitar, un calibre pequeño con menos retroceso y más tiros. Iba a buscar tenerlo al alcance de su brazo. Un solo disparo instintivo y un segundo disparo fatal para asegurarse.
La Beretta le permitía precisión y percibir la energía del derribo. Matar no era tan difícil. Quienes se apasionaban al hacerlo, eran enfermos. Él, lo hacía solo por plata.(…)
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