El Arquero destinado.

Era alto, muy alto, y soñaba que estaba parado sobre un terraplén de pasto. O mientras soñaba, estaba parado allí. Nunca lo sabría.

El arco de madera de tejo tenía casi su altura, y era de una sola pieza con una empuñadura firme y reposaflechas preciso. La cuerda tenía un embarrílamiento de altura justa para la precisión, casi artesanal. Como le habían indicado estaba allí, enterrado por una de sus puntas en el suelo húmedo, y se bamboleaba mínimamente. Lo tomó. Comprobó el peso. Apretó con su mano izquierda el cuerpo del centro acomodando el pulgar. Al límite de herir sus dedos, le costó traccionar hacia atrás la cuerda por la gran tensión. Aquel arco había sido construido por un experto, acaso por lo más primitivo de los Longbow, o antes quizá.

Pero estaba en Argentina -es Argenta- se dijo mirando el paisaje a su espalda, desde donde veía el azul sobre el río, lejos, con solo girar. Reconocía el aire.

Ahí donde estaba parado en aquel Rus de campo abierto, supo que en siglos existiría un Urbs o ciudad, y una plaza que bautizarían como de Los Dos Congresos, y justo allí enfrente estaría el edificio del Congreso Nacional cuando las monarquías y el criollaje sucumbieran.

Estaba a tiempo para cumplir su cometido, faltaba mucho todavía y todos desconocían que un tal Jonas Larguia habría de hacer los planos para la construcción de aquella obra. Larguia ni siquiera había nacido. Aparecería por el centro del país, en medio de las sierras.

Como Arquero tenía una misión, amarrar una soga a la cola de la flecha de tres plumas de ave rapaz y disparar recto sobre la cúpula imaginaria del futuro congreso, trazando una curvatura con la soga para amarrarla después de ese disparo a esas tierras sobre las que estaba de pie.

Miró la estaca y la soga. La soga estaba trenzada con tendones de animal y disecada. Debía ser una soga indestructible. La estaca era de madera de muermo sureño de tres nervios, tratada con greda.
Era la manera en que las cosas regresarían a la tierra, y si regresaban a la tierra, las conservaba la gente. Después, tenía que marcharse. De esa forma aquella tierra evitaría guerras, confusiones, mezquindades que ya prevenían quienes lo habían enviado.
Se trataba de guerras justas, nunca innecesarias. Se evitarían insultos banales, golpes innecesarios.

Con el arco en su mano, buscó a su alrededor. No había ninguna flecha. Lo alcanzó la noche y el viento frío caminando el terreno. Nunca pudo encontrar la flecha.

Era la tercera vez que llegaba a ese país. Siempre le pasaba algo. Cuando se fue lo tragó la oscuridad, quedó la marca de sus pisadas hundiendo el barro.

Somos la Quinta Pata.
YAYO HOURMILOUGUE.

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Autor entrada: Editor

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