Propias de la más experta paleta.
Contra el horizonte herido, insalvable,
las nubes tejen y destejen sus formas,
insinuando en la memoria imágenes irreplicables.
De una de ellas largos trazos rectos
arremeten la tierra. Es una violación lejana.
Son toques de pinceles gris azulado, difusos,
como si un color se estuviera inventando
y palpitando en aquella distancia.
Allí, está lloviendo con ternura humana.
Me pregunto si aquél cielo es éste mismo cielo,
desértico de dibujos
y lavado de sombras y figuras redondas.
Limpio y mío. Mío y egoísta. Espantosamente propio.
No son el mismo cielo.
Allí, seguramente, un hombre
apura algo de su siembra bajo algún techo.
Y los animales congelándose,
buscan un albergue natural, un refugio oportuno.
Aquí, yo pienso mientras tanto,
que ella debe estar
(inalcanzablemente, irremediablemente),
lejos de mis ganas de tocar y sentir.
Deberé destrozar mi boleto,
porque esa mujer es amor y veneno,
las dos cosas en el mismo acto.
Deberé apartar de mi cuerpo
lo que más me incrimina y más me muere.
Sin perdón.
Con el patetismo de las pérdidas incomprensibles.
Olvido pide mi cuerpo. Y tras ese olvido,
ella dejará de estar,
y yo, en un invierno como éste
pero por tres o por diez,
dejaré de ser lo que pretendo,
para sin haberlo deseado nunca,
alcanzar a ser lo que debo.
Es una pena sin arreglo, aprender de los recuerdos.