PARAGUAY. Marzo del 99.
Arañando el vientre de las nubes en una ruta que sube y baja con banquinas rojizas, donde los árboles se abrazan por lo alto, enroscados, sobre el paso veloz y las luces encendidas de la cuatro por cuatro rentada en el aeropuerto de Misiones, nos zambullimos por un colosal túnel verde natural, mientras los disparos de sol atravesaban la arboleda y estallaban en manchones irregulares sobre el pavimento y el parabrisas.
Atrás iba quedando Argentina, adelante, y desde la frontera nos faltaban más de quinientos kilómetros hasta Asunción, sin saber lo que encontraríamos y sin saber cómo ingresaríamos a Paraguay, donde horas después veríamos retenes con hombres que cada tanto surgían de la nada, armados con rifles y cananas cruzadas al pecho. La ruta se hamaca, zigzaguea y tras una pendiente de amplia curva, a la izquierda se ve desde nuestra altura, mientras nos desplazamos, el puente tendido sobre el río. Con la última luz nos abre sus fauces el Paraná, es de una belleza profunda, salvaje, insondable. Se va haciendo la noche.
Allí, el primer retén de uniformes verdes. El más grande. Ciudad del Este se abre del otro lado, la ciudad parece un gran mercado Medo. Nunca dijimos a nadie como conseguimos entrar a un país blindado, donde estaban restringidos todos los lugares de acceso y hasta los aeropuertos cerrados, con cientos de periodistas afuera intentando entrar. Con Gustavo Abub Arab, Fernando Menéndez y su camarógrafo, a quienes luego y sometidos todos al trabajo veríamos de a intervalos, pudimos ingresar a un territorio sitiado.
La crisis ha alcanzado ribetes internacionales. Hay declaraciones de Clinton, de Henrique Cardozo, de líderes mundiales. Llegamos a la ciudad de Asunción después de muchas horas de viaje, el avión antes, y luego más de quinientos kilómetros de una ruta extensa que atraviesa pueblos encadenados, unos tras otros, con todas las características aldeanas de la marginalidad y la pobreza malditas. Para entonces, hasta los árboles habían desaparecido. Allí, en Paraguay, como en tantas provincias del interior argentino hay pobres, que no saben que lo son.
Ingresando a Asunción, luego de varias horas, el encanto se destruyó de golpe. La Plaza de Armas vivía su mundo propio, donde pernoctaban estudiantes mezclados con campesinos de la FNC que respondían a Oviedo, y familias enteras, mientras los militares leales a un gobierno agonizante acordonaban el lugar, y los políticos de la multisectorial intentaban ser escuchados.
Después del primer día, subíamos otra cuesta a pié, trabajosamente, poco más de dos cuadras angostas a las que ya faltaban adoquines, hacia el hotel que decidimos por cercanía al conflicto. Subíamos desde la Plaza de Armas, donde un bando de centenares de hombres y mujeres que bajaban de camiones volcadores y cerealeros, llegados desde el campo, combatían con escopetas, palos, cintos, hondas y machetes, y disimulaban algún que otro lechucero calibre 32 o 38 entre sus ropas de fajina. Venían a dejarlo todo por Lino Oviedo.
Partida al medio, como una frontera virtual en construcción, respetando un espacio de solo cincuenta metros a mitad de la plaza, se detenía el Ejército. Hasta allí habían avanzado, divididos a su vez en sectores selectos de la Policía y hombres fuertemente armados que respondían todavía a un Gobierno que caía inexorablemente tras el asesinato del Vice Presidente Luis María Argaña, 48 horas antes, cuando lo mataron saliendo de su domicilio, sobre la diagonal Molas López, ese veintitrés de marzo. Fue por la mañana del veinticuatro que accedimos al lugar residencial, todavía se veían las camionetas heridas por el ataque, una de ellas tenía el piso y el techo abiertos en flor, debido a las granadas, y según referían los primeros peritajes, al menos un disparo de bazuca.
Las fronteras siguieron durante días bloqueadas, » el Paraguay», como ellos mismos lo llaman, incomunicado. Lino Oviedo era capturado y los campesinos avanzaban con palos, picos o lo que encontraban para rescatarlo.
Eran horas de convulsión extrema con carteles volados de cuajo, comercios con vidrios destruidos y saqueados, con adoquines y baldosas arrancadas por manos hambrientas y enceguecidas.
En medio, los francotiradores elegían el blanco desde los techos más insólitos en forma indiscriminada y disparaban. Así murieron en las primeras horas los muchachos que no tenían más de veinte años.
Uno de ellos corría por la plaza en pleno tumulto cerca de mí y de Gustavo Abu Arab, tras los primeros disparos, mientras cubríamos los sucesos para Argentina.
El impacto lo despegó del piso con un estampido seco, empujándolo hacia atrás en una parábola que le arqueó el cuerpo. Su camisa blanca estalló en rojo vivo cubriéndole todo el torso, pareció detenerse unos segundos en el aire antes de caer sobre los baldosones amarillos de la plaza. El rojo vivo era la muerte, pero el disparo estaba en la cabeza.
Tratamos de socorrerlo, fue inútil. No rodó. Cayó de espaldas y todavía tensionaba su cuerpo antes de aflojarlo y quedar tendido, boca arriba, con la cabeza levemente de costado, como aplastada.
Los gritos de los padres se perdían inadvertidamente, mezclados con voces de cientos que corrían de un lado a otro cuidando sus propias vidas.
-Los están matando con la vista gorda de la policía que no se mete ni hace nada, desparecieron!- le dije a Gustavo. En efecto, la policía que comandaba Niño Trinidad Ruiz Díaz, y que hacía horas nos había enviado a detener, y nos liberaron tras revisar nuestros bolsos, y ante la presentación de credenciales, estaba comprometida políticamente hasta la médula. La madrugada del sábado veintiséis, los muertos ya eran siete, y los sectores cruzaban culpas entre sí. Tampoco sabíamos a quienes pertenecían los tiradores desde los techos.
No desconocíamos que para nosotros un trabajo de tal naturaleza exigía de ciertas estrategias y de cierta preparación mental. Una predisposición que habíamos conversado en el avión a Misiones, cuando salimos de Aeroparque, y que sin embargo, ante los hechos, resultaba escasa. Lo mismo habíamos hecho, en voz alta, acerca de la situación política y social de Paraguay en los últimos años. Analizábamos los años anteriores del país al cual viajábamos, y lo discutíamos.
Ahora se trataba del cálculo. Del manejo de los tiempos. De la realidad. De estar en el sitio del cual nos interiorizábamos en viaje.
Imaginando lo que podía ocurrir más tarde, con Gustavo no comimos durante el día. Solo café y té, y limitamos los cigarrillos al mínimo, porque íbamos a necesitar de una capacidad física, que en mi caso, al aire, en el momento de pleno conflicto aquella noche, había que mantener.
Tras horas de adelantos e informes, programa tras programa, y mientras el olor rancio inundaba el aire de marea humana, sumado a los gases lacrimógenos, y con la transpiración inundándonos, se presentaban otros obstáculos, las baterías de nuestros celulares iban bajando rápidamente. Escaneados, cedían a mayor velocidad. En un momento decidimos volver al hotel por las que habíamos dejado en carga. Cada seis horas lo hacíamos.
Cuando nos dimos cuenta alcanzamos el record de setenta horas sin dormir, o dormitando de a ratos, algo difícil de manejar en los momentos de gran tensión. Y era por esta razón, que cargábamos también sobres de sal para impedir la deshidratación, y de azúcar por la presión y el gran calor, los infaltables grabadores en el morral, por lo menos dos, varias cintas vírgenes, auriculares para el retorno de las radios de bolsillo M32, ya que América y Del Plata se escuchaban en Paraguay casi como medios locales, y con una mínima interferencia, eran elementos que no podían faltarnos. El cartel de prensa colgado del cuello, ropa amplia y oscura, para no llamar la atención de los francotiradores y calzado de goma acordonado. Acido acetilsalicílico, o cualquier cafeína, además del inconveniente de no poder tomar agua en cualquier parte, estaba contaminada, por lo que recurríamos a quioscos donde el agua estuviera etiquetada, siendo que muy pocos negocios ya quedaban en la zona céntrica.
Los árboles altos, coposos, y las zonas de la plaza a la que la luz nocturna no llegaba, nos proporcionaban condiciones de mayor seguridad, y de tanto en tanto, era necesario mezclarse en uno u otro bando por nuestra propia integridad física.
Tras tres insistencias protocolares, vía Consulado y desde Buenos Aires, finalmente, el Presidente Cubas Gray me recibió en El Palacio, fuertemente custodiado. Tuve que atravesar dieciséis controles. Los conté y aun hoy, vagamente alguno de ellos recuerdo.
El Presidente me dio la mano y regresó a su lugar tras el escritorio. Las ventanas estaban cerradas, ni un rayo de sol.
Fuera y lejos, se escuchaban gritos y disparos.
La entrevista duró media hora.
No se me permitió encender el grabador, ni el celular para ponerlo en vivo, y tres militares que lo acompañaban no abandonaron el despacho. Tampoco hablaron. Uno de ellos no me saludó. Dos se ubicaron detrás de mí, no los podía ver. El restante, detrás de él.
– Dicen que Ud. es responsable del asesinato de su Vice Presidente….
– ¿Quien lo dice?
– Más de un senador que hemos entrevistado, toda esa gente que baja de los camiones en la plaza…
– Desmiéntalo. No tengo que enviar a matar a nadie…
– No dije que Usted lo enviara a matar, dije que era responsable….
– Lo mismo. ..Usted sabe que lo mató la gente de Oviedo, por eso ordenamos su detención….
– No, yo no lo sé…Una fuente nos indica que Usted está tramitando asilo político en Brasil…
– Una mentira más. Voy a resistir. El pueblo está conmigo…
– Los de la plaza no, el campo tampoco, y la clase alta está escondiendo sus coches lujosos y otros ya abandonaron el país… Señor Presidente, su familia también está afuera…
-Bueno…imagínese, ante estos casos, uno preserva la familia…
Solo papel y lapicera se me permitió. Me acompañaron hasta la salida cuando ellos decidieron que era el momento de finalizar la nota.
El sol estaba alto y me dio de pleno. Otra vez los dieciséis retenes a pie, en casi diez cuadras, hasta allí llegaba la custodia. No pude evitar mirar hacia atrás cada tanto. Sentía la sensación de inseguridad en la nuca. Pensé en el Presidente Paraguayo, encontré y dejé a un hombre derrotado en su esfuerzo final, mintiendo. Las horas que le quedaban en el poder, se podían contar en su rostro y en sus ademanes.
La voz por el teléfono del Hotel Continental, unas horas antes era parca, «Solo un periodista. Solo uno»… nos habían dicho cuando comenzamos a tramitar la entrevista desde la producción de nuestro país, y desde allí mismo, desde Paraguay, aunque fuéramos de Medios diferentes.
Sabían a qué Radios de argentina pertenecíamos en cada caso, y contaban hasta con el número de la habitación del hotel donde parábamos.
Con Gustavo decidimos que de los dos, fuera yo quien lo entrevistara.
¿Y el audio? Dame el audio que lo copio!
Se decepcionó. No. No me permitieron usar el grabador.
¿Lo pusiste en vivo?
Tampoco me dejaron.
Miraba mis apuntes y repetía » Macho, tu letra, no te entiendo un carajo…»
Le dicté entonces la copia de mi manuscrito. No hice aire, hasta tanto él tuviera todo. Juntos, pedimos aire en cada Radio.
Cuando al día siguiente estuvimos con el Fiscal Amarilla, en el tercer piso del edificio de los Tribunales, el palacio estaba casi desierto.
Amarilla estaba al frente de la investigación del asesinato del Vice Presidente paraguayo. Esperábamos junto a un tumulto de colegas locales a que nos atendiera.
Amarilla no tenía demasiados datos, y se encontraba solo. Le había costado demasiado esfuerzo conseguir quien lo acompañara en la investigación. El Gobierno no le facilitaba dato alguno. Y el hombre temía por su vida. Había pedido custodia. Le enviaron dos tipos, solo dos, en los que no confiaba. Las apariencias daban mas para sospechar que para confiar. Y como muchos, se comunicaba con su familia, que ya había pasado la frontera desde hacía horas. Los sacó urgentemente, ni bien supo que por sorteo el caso caía en su despacho.
Esa misma tarde, a las tres y cuarto, las tanquetas verde oliva descendieron a la Plaza de Armas, sin respeto alguno por los parlamentos, el Senado de espaldas al ancho río Paraguay, y al costado la Cámara de Diputados, edificio cuyo fondo daba a la Casa de Gobierno, a unas quince cuadras. Supimos entonces que el suelo, los árboles nuevamente, y el estar a un centenar de metros de los camiones oviedistas, que no terminaban nunca de llegar y regresar por más gente, eran nuestra seguridad momentánea. Tratábamos de ubicarnos siempre a un lateral, paralelos a los cañones. Pero los hombres armados, andaban por todas partes. Con los primeros estallidos pedíamos aire a las Producciones de Buenos Aires.
Mario Portugal nos daba paso inmediatamente.
Cuando el oxigeno menguaba, y el aire condensaba gases y pólvora, tratábamos de movernos, y corríamos protegidos y agachados entre las grandes columnas del Palacio de Diputados esquivando los cuerpos de hombres y mujeres, de chicos desesperados que no comprendían y lloraban. Con cuarenta grados casi, a veces más, la ropa se pegaba y el morral aumentaba un kilo más a cada hora.
Hasta que sonó el celular de Gustavo, tras atender, me miró.
¡Le permiten a Oviedo un primer contacto con la Prensa!
Estaba detenido en una sede Militar a unas treinta cuadras de allí.
La llamada procedía de un colega paraguayo. Fue lo primero que hicimos al llegar, tejer una red de contactos telefónicos local. Lo hacíamos siempre, y era de hábito llamarnos.
Pudimos entrevistar a Lino Oviedo tras los barrotes del predio, nosotros sobre la vereda. Se lo veía tranquilo. No estaba esposado, y tras una entrevista de diez minutos, mas no le permitieron, nos dimos cuenta que la serenidad del caudillo se debía a que dentro de las Fuerzas, allí mismo, contaba con un buen numero de lealtades. También contaba con Medios periodísticos que lo apoyaban, tanto como al Gobierno su propia prensa.
Volvimos a hacer aire.
Regresamos a la Plaza a pié. Costaba encontrar un taxi. Al llegar, notamos que había menos gente. El cañoneo intenso los dispersó. Un camión cerealero humeaba volcado de costado, como una gran víctima más, otros estaban cruzados y vacíos, en cualquier parte. Las pocas cuadras hasta el Hotel Continental, cuesta arriba, eran un paisaje repetido, calles destruidas con esquinas cortadas por los grandes ruleros de púas. Atrás, a solo metros, dejábamos retenes de soldados, y tipos de civil armados, mezclados con policías seguidores y oficialistas, y la infantería de marina que desesperadamente Cubas sacó a las calles. Y algo más arriba, penetrábamos al cerco oviedista. Las miradas se fijaban en nosotros conforme nos acercábamos. Ya no sabíamos quién era quién.
¡Periodistas! Gritábamos, con celular abierto y grabador en alto. Con armas y palos, y no con las manos precisamente, nos hacían señas para que continuáramos. A veces nos consultaban. .. ¿Qué dijo Oviedo? ¿Ustedes fueron los que lo entrevistaron…son los de argentina? Ah, porque recién los escuchamos… ¿Como lo vieron? ¿Es cierto que el Ejército avanza con más tanques y Helicópteros hacia acá? Caía Cubas nomas… ¿no? ¿Usted fue el periodista argentino que entrevistó a ese hijo de puta del presidente, ayer?
Metros antes de las escaleras protegidas del Continental, tres mujeres jóvenes se me vinieron encima. La seguridad del edificio quiso apartarlas. Un gesto nuestro a tiempo los contuvo. Gustavo se me acercó.
– Esto termina de explotar hoy- me dijo
-Sí, cae en horas- respondí.
Gustavo se pega a mi derecha cuando las tres mujeres me alcanzan.
– ¡Señor! Dijo una de ellas, que no tendría más de diecisiete años ¿Necesita compañía?
Era de una belleza fresca. Simple.
Sus ojos negros serán para un periodista inolvidables siempre.
-Sí,…compañía!- dijo la segunda casi con esperanza.
Miré a Gustavo. Su rostro traducía todo. Atiné a lo primero que me surgió ¿Comieron hoy? pregunté.
– Hoy no señor. Y rápidamente afirmó con un gesto de cabeza y casi con alegría
– ¡Anoche sí!
Metí la mano en el bolsillo y saqué el puñado de guaraníes. El mal olor de los billetes subía desde los colores azules, verdes y rojos que al cambio con Argentina poco valían, el olor inconfundible no era de su gente, sino de la pésima calidad del papel. Era llamativamente particular el olor del dinero paraguayo. Los rostros de las muchachas se iluminaron.
-Vayan a comer! les dije. Una de ellas, la de los ojos oscuros, me besó en la cara. No quiero recordar mal, pero hasta creo que se puso en puntas de pié.
Después de repartir el dinero a manotazos, y de levantar del piso lo que se les caía, se fueron corriendo calle arriba, hacia el lado opuesto de donde venían los disparos. Las vimos marcharse y allí reparamos en que al menos en dos de ellas, debajo de sus vestidos transparentes y estampados con grandes flores, no había ropa interior, estaban desnudas bajo la tela liviana, y además, descalzas.
Gustavo tocó mi hombro y me agarró del brazo. Qué país de mierda… Dijo mientras me tironeaba para la puerta del hotel. ¡Vamos, dale! Repitió.
Cuando pulsamos el botón del ascensor, el aire acondicionado nos ponía en otro mundo. Gustavo insistió.
– Hay que volver a la plaza….
Reconozco que su comentario, mas mi cansancio, me produjeron un súbito mal humor. Pero lo pensé unos minutos….- Levanta las baterías, date un baño y salimos- respondí.
Gustavo bajó del ascensor en su tercer piso, yo en el quinto. Tras cambiar las sabanas, habían ordenado la habitación. La heladera estaba repleta de todo tipo de bebidas. Un oasis. Elegí un jugo. Mi sed, mi sudor y mi cansancio eran más que animales. Me bañé. No sé cuánto tiempo estuve bajo el agua.
Luego me tiré desvestido en la cama y encendí el televisor. Los canales locales confundían a los ciudadanos intencionalmente. Me vi reflejado en varias tomas junto a Gustavo. En una de ellas aparecíamos entrevistando a Oviedo, cuando él respondía a nuestros grabadores. Busqué los cigarrillos. Encendí uno. Si me dormía, no iba a despertarme por horas y faltaban minutos para otra salida al aire por América. Comencé a vestirme.
Por el gran ventanal con la cortina descorrida vi un sector de la plaza. El humo negro se elevaba como un gran espiral colosal, perdiéndose en un cielo azul inocente. Manchándolo. Más atrás el río. Esquivando islotes verdes que daban para el lienzo de la mejor pintura.
El río continuaba con su voracidad, y desde ese quinto piso, parecía lo único notable que no se había paralizado por la discordia de los hombres. En la plaza, la horda era un tablero de fichas coloridas, corriendo de un lado a otro, en medio de los estallidos.
Recordé nuestra visita al Senado, el día anterior. El papel manuscrito que un legislador había entregado a Gustavo.
Contenía el nombre de los tres asesinos. Pero necesitábamos más fuentes. Un viento caprichoso había querido que el papel volara de la mano de Gustavo. Vimos perplejos como salió por el ventanal de vitró abierto de ese piso alto, y caprichosamente quedó temblando sobre las tejas de uno de los techos que daban al este. La cara que Gustavo puso superaba la incredulidad, No dudó en ir por el papel. Sufríamos cuando lo sacudía la brisa. A los fondos se veían las aguas del Paraguay, antes, una inmensa Villa de techos bajos con antenas de todo tipo, algunas satelitales, con coches modernos cada tanto estacionados sobre calles de tierra a las puertas de ranchos, cubiertos de chapa y chatarra en los techos para que no se volaran. Le tendí la mano. Estiramos nuestros cuerpos y Gustavo recuperó el papel, medio arrodillado sobre las tejas. Entró por la misma ventana que había salido. El Senador, gordo, transpirado y grandote sonrió, luego secó su sudor con el pañuelo y regresó a su despacho. Podía volver a escribirlo, el tema era recuperar ese papel con su letra.
Nunca olvidaría aquello. Regresé al presente. Al hotel. Saqué las baterías del cargador enchufado a la pared y ubiqué las usadas para que se recargaran.
Ante la llamada de Portugal, volví a salir al aire. Había perdido la cuenta de la cantidad de informes. Se sostenían solos.
Luego pasaron minutos, o un siglo. Con los golpes en la puerta abrí los ojos. Gustavo podía más que yo.
– ¡Yayo, Yayo, vamos!- Me tuvo paciencia. Abrirle fue todo un esfuerzo.
Cuando descendimos por el ascensor, nunca supe porqué, recordé esos ojos negros. La vida en segundos se convirtió en una cosa que jamás sabré descifrar. Imaginé que ellas podrían haber regresado, que estuvieran en la puerta del hotel, esperándonos. No estaban.
Ya en la vereda, la gente corría y gritaba. El empedrado parecía retumbar bajo el calzado de goma caliente. En segundos la temperatura no nos perdonó. Traspirábamos una vez más. Nos miramos con Gustavo.
– Hay que seguir! -alcancé a decirle- ¡Cubas cae en horas!
– Entremos a la Plaza por las arboledas, por detrás de las tanquetas y los carros – me dijo.
Ahora debíamos dar un rodeo de unas seis cuadras.
Nos llegaba el sonido de los cañonazos. El ulular de las ambulancias también. Sobre la ciudad, vimos los helicópteros y el sonido inconfundible de sus rotores alcanzándonos a donde fuéramos.
A la mañana siguiente el Presidente Cubas escapó a Brasil, país que le había concedido asilo político.
El Presidente del Senado, Luis Ángel González Macchi, asumió la presidencia. Tres días antes, pudimos adelantarlo al aire cuando lo entrevistamos. A seis días del asesinato de Argaña, ocupó el cargo.
Al año siguiente, y como primer mandatario viajaría a Buenos Aires bien custodiado, en un coche de alta gama, un auto que tenía orden de captura en Argentina, robado algunos meses antes. Por esos días Brasil reclamó también otro coche robado, pero que Macchi tenía registrado en este caso, como particular. Y por esa época, ya en Argentina, los medios internacionales anunciaron los nombres de dos de los asesinos de Argaña, eran los mismos del papel que el Senador nos escribiera. Terminaron presos en Argentina. Pero Fidencio Vega Barrios y Luis Alberto Rojas, fugaron, a poco de que De La Rúa, expresara que iba a extraditar a lino Oviedo a Paraguay.
Esa última tarde, antes de que el Presidente Cubas escapara, cuando salimos del Continental, volvimos a la real desdicha humana. Acomodamos nuestras cosas y corrimos mezclándonos entre la gente, buscando la plaza.
Tres horas después entrevistamos a quien al día siguiente fuera el Ministro del Interior. Nos recibió con un arma en la cintura, mientras limpiaba un colt desarmado, pieza por pieza, sobre su escritorio. Tenía botas tejanas y un traje blanco y costoso. Juró ir por Cubas. Pero no pudo contener la fuga del presidente Paraguayo a la madrugada siguiente. Cuando dejamos su despacho, debimos evitar a los pungas siempre de a dos o tres, uno empujaba, otro cuidaba, el tercero metía la mano.
Éramos otra vez lo que elegimos ser, periodistas.
Asunción del Paraguay.
Marzo de 1999
(Esta historia es real)