Helmen pensó en quitarse el cerebro y estrujarlo sobre la palangana hasta la última gota. Estaba convencido que en aquél líquido grisáceo que desprendería, se encontraban todos sus males, incluido el dolor de cabeza que tanto lo atormentaba. Imaginaba así, que luego de un par de sacudidas, podría volver a colocárselo, pero esta vez, gozaría de un cerebro sano. Indoloro.
La sala parecía del siglo diecinueve. Había sólo una cama de plaza y media (ubicada en el centro de la pieza), con altos respaldares en metal dorado y cubierta con colchas hechas a mano. El piso de madera rechinaba con su andar y contenía todavía en sus vetas la humedad añosa.
Un gran espejo de tres pliegues contra la solitaria pared gris, frente al respaldar más bajo de la cama, se convertía en el único objeto que le recordaba quién era.
Las velas parecían eternas, y la palangana recubierta de loza cachada descansaba sobre un pie largo de hierros curvos y forjados de donde colgaba una toalla. El inodoro manchado, blanco y viejo, se veía desde cualquier ángulo de la habitación. Y la única canilla de bronce, goteaba cada tanto monótonamente.
No había ventana alguna. Sólo un ojo de buey con el vidrio rajado, elevadísimo contra la líneas del cielorraso, se anunciaba allí el paso del sol y del tiempo.
Helmen ya lo había intentado todo. Pero era inútil. Jamás podría salir de allí. Se lo había confiscado por años. No se trataba de una cárcel ni de un manicomio, era ambas cosas a la vez.
Los enanos salían siempre, inesperadamente, corriendo desde los zócalos. Revolvían todo. Gritaban metiendo bulla. Trepaban a la cama por sus patas lisas y largas y al llegar daban vueltas de carnero sobre su vientre, enredándose en su vellosidad. Eran de lo más inofensivos, pero también de lo más inútiles. Cada uno vestía payasescamente distinto. Se comunicaban entre ellos en un idioma o dialecto que Helmen no comprendía. Aunque los pescaba más de una vez hablando acerca de él con gestos exagerados, o de su ropa, o de un lunar inexplorado que resultaba todo un descubrimiento colosal. En más de un caso se demoraban o entretenían jugando revoltosos con un botón o con los ojales de uno de sus zapatos. Penetraban a uno de sus bolsillos para girar dentro, divertidos, y luego asomaban sus cabezas con caras sonrientes y carcajadas inéditas. Cuando Helmen les hablaba, callaban y oían atentamente, luego corrían y volvían a desaparecer por los zócalos sin dar respuesta alguna. /
/
En los últimos tiempos Helmen había desistido hasta de masturbarse (algo que sin embrago hacía con poca frecuencia), porque ellos aparecían a revolcarse de risa desenfrenadamente cortando su lúdica inspiración sexual.
Aquél ambiente le permitía vivir sin la necesidad de la comida. Nunca supo si se trataba de un hábito o de un elemento fisiológico. De hecho no lo hacía porque no tenía cómo, y porque además, nadie le alcanzaba nada. Era en verdad el único ser viviente, además de los enanos que no sobrepasaban en tamaño su pulgar, y que llegaban como transgresores, porque quién sabe qué dimensión escurridiza habitarían.
Regresó agotado, al enigma que lo torturaba de a tiempos regulares.
Cada pared tenía una puerta. De madera y gris, como todo lo que existía allí. Gris, lisa y ciega. Sólo dos de ellas estaban desplazadas del centro del muro, la que daba justo al lado del respaldo de la cama, y en frente, la que daba al costado del espejo.
Jamás pudo acercarse demasiado a ellas. Con el tiempo notó que los enanos tampoco lo hacían. (Surgían y fugaban por los zócalos). Toda vez que pretendió salir, algo grave ocurría. La primera intentona de alcanzar una de las puertas, ocasionó que abruptamente toda la habitación cayera al vacío. El llegó a flotar dentro y se golpeó con cada objeto suspendido en el aire. La velocidad vertiginosa en su fase final, consiguió que quedara prácticamente pegado al techo. Afortunadamente, no hubo impacto alguno, sino un frenaje, como una distensión gradual. Luego tuvo que ordenar toda la habitación.
La segunda puerta logró la más completa oscuridad. Aún así creyó en escapar. Calculó los pasos. Imaginó con alegría estar fuera de la habitación. Al tanteo, y sin tropezar con objeto alguno, caminó cuadras, kilómetros. Pero aquello parecía infinito (aunque la infinitud no exista). Hubo de regresar. Al llevarse la cama por delante con sus piernas, la luz se hizo. Estaba otra vez allí.
La tercera puerta lo dormía. Despertó cuando los enanos, transpirando y profiriendo insultos tiraban de él por los zapatos, alejándolo de su intento hacia la cama. Luego, gesticulando y con voces graves, chinchudos, se perdieron como siempre por el zócalo.
La cuarta puerta era diferente. Pero acaso peor. Se generaba con el acercamiento una barrera invisible, como un colchón de aire. No alcanzaba el picaporte cuando aparecía a sus espaldas el cíclope de los viajes de Ulises. Sólo que este extraño personaje tenía
//
//
su misma talla. No atemorizaba. Sino que aburría hablando y explicando que era imposible cualquier fuga hacia la felicidad.
Frotaba entre sus manos las uvas que sacaba de una gran alforja, y apretándolas las dejaba chorrear hacia una copa de oro. El personaje se retiraba finalmente, cuando Helmen se alejaba de la puerta, o bien cuando terminaba de hablar de sí mismo, borracho hasta el ombligo. Pero nunca dándose por aludido de que no era escuchado.
Desde hacía pocas semanas, despertaba sobresaltado por las risas sonoras que partían desde algún punto situado detrás de cada puerta. No alcanzaba a regresar a su sueño, cuando algo lo volvía a despertar, era el aleteo veloz de los murciélagos en la pieza, emanando sus agudos chirridos.
Helmen quería morir. Lo quiso mucho tiempo, pero no pudo. La esperanza de esa muerte real no llegaba. Intentó el suicidio. Todo un día le llevó separar y afilar una parte de hierro forjado del pie de la palangana. Por la madrugada cortó sus venas. Antes de morir recordó que cumplía treinta y tres años. Agonizó lentamente. Gozando. Y murió.
Segundos después, y no concretando su dicha perpetua, otro Helmen le dijo:
– Bien, ya lo conseguiste. Ahora regresá a tu cama!
No entendió. Pero lo hizo. Y comprobó con horror que no había venas cortadas, ni cicatrices. Que estaba vivo. Y que el hierro del pié de la palangana era un arma contundente y sin usar, descansando sobre la colcha de la cama. Su boca estaba amarga. Su cuerpo laxo. Aspiró profundamente. Casi saltó de su cama. Puteó enojadísimo. Todavía no recuerda a cuál de las puertas se dirigió. Podría haber sido la cuarta. Sin pensarlo demasiado, la abrió y salió.