Despoja el cáliz un destello. Sobre el templo, ahora son las ruinas. Con un sol inútil que destila notas desfraguadas de calor. Han tironeado el cielo, y desrraído se hermana, se mezcla con los árboles descascarados y tiesos, desclorofilados por algún minutero eterno.
El viento empuja al viejo y silba su letanía, mientras el viejo arrastra un carro enclenque y desvencijado, de dos ruedas rotas y alambradas. Avanza dificultosamente en harapos. A cada tramo, hunde su gorra con una mano de tres dedos. Los perros aúllan por detrás, lo rodean, lo seducen con servilismo y lo conquistan por basura fresca.
Las casas inmutables con persianas voladas y vidrios rotos desconocen su andar. Es la calle desértica como un gran patio abandonado del planeta. Un callejón hacia ningún lado.
Uno de los perros es perra. La más cachorra. Y está preñada. El viejo anhela llegar a su casa, única morada trágica que respira fuego y encierro. Desea dar mundo al mundo.
No hay sobreviviente que ve mire por donde mire, en los pliegues de esta tierra quebradiza y rajada. Un remolino de cenizas lo envuelve y él tapa sus ojos, mientras vahos malolientes se elevan desde el suelo por aquí y por allá. Recuerda la mina donde quedó atascado cuando el estallido. ¿Cómo serán -se pregunta- las manos de sus herederos si es que logran algún grito? Tal vez garras y pelos sobre el cuerpo.
La puntada interrumpe su marcha. Lo mutila. Lo sacude. Lo petrifica en lo alto del aire. Sin sostén cae, como caen las puertas. Su cabeza azota el piso para siempre. Rueda la gorra entre los perros calle abajo, entre cenizas y polvo. Los perros lo lamen. La perra gruñe y ataca. Defiende su carne. Se dispersan los animales. Olfatean el aire, y andando se pierden, juntos, en la primera esquina desfigurada. La perra desconoce que esa noche, hubiera sido la navidad del 2098.