POR LOS CONFINES DE AQUÍ NOMAS.- Libro Inédito de YAYO HOURMILOUGUE

POR LOS CONFINES DE AQUÍ NOMAS

 

 

Ser pobre, no es una consecuencia,
Es una causa.
Conocer no es una virtud,
Si no un aprendizaje.
Odiar no es una enfermedad,
Si no una frustración.
Amar, es algo que llega al dolor.
Y ser amado,
Una situación circunstancial.


YAYO HOURMILOUGUE.

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ESAS COSAS

Esta amistad,
no me permite la duda.
Ya que la duda es lo único,
que no me permite la vida.
Y si nos respiramos,
inundando lo sensorial,
la vida se sienta entre nosotros.
Se acuesta. Se sueña ella misma.
Se equivoca. Nos acierta.
Nos reclama y nos convoca.
La música que deshilacha mi cuerpo,
eso sos; en ritmos y notas.
Te detesto
y te quiero,
al mismo tiempo.
Un capricho decide
el inicio de cualquier fábula.
Para hacerla desandar luego.
Amamos la mirada
que mirándonos, hemos descubierto.
Olvidamos las manos
para inventar su dinámica,
sus genéticos diseños.
Somos como el café
de aquél barrio viejo.
Como el ventanal y el aguacero.
Esas cosas.
Locos de atar, vos y yo,
la pucha,
somos eso.

Y.H

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PENUMBRASOL

Las paredes han visto mi paso.
Estarán erguidas aún,
cuando ni el rastro quede
de mi pasar pasado.
Cuando esté acercándome,
respóndeme con el abrazo,
que yo echaré de tu rostro
fantasmas lunares del espacio.
Lo intentaré, porque;
¿Vale recordar que fuimos suficientes?
¿Qué cosechábamos cuando jóvenes,
risas y aplausos?
¡Si a los treinta y pico,
nos llevamos todas juntas;
las materias de la vida y el espanto!
Yo tengo para mi, que estoy cansado,
y tengo para vos
que hay que seguir andando,
porque saco desde el otro,
este atormentado querer ser algo.
Un perfil húmedo
de ventanas transpiradas,
me devuelve la imagen de libros apilados.
Antes, los amaba.!
Lástima !
Hoy los leo por si acaso.
¿Serán estos los años?
¡No quiero creerlo!
Digamos más bien,
como tu abrazo,
que son momentos ocasionales,
sin embargo.
Entre dos viejos conocidos,
la penumbra,
de dos viejos extraños.

Y.H.

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EL CRISANTEMO

Dios
que tiene poder sobre los rayos
y los truenos
dice que ha extraviado un crisantemo,
y ahí anda, perdido, buscándolo
por los caminos del infierno.
Pobre Dios, que no sabe que yo,
un simple mortal, lo tengo escondido,
allí mismo
donde no llega el recuerdo….
¿Dárselo? ¡Nunca! No.
Tanta memoria, no tengo.

Y.H.

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SITUACIÓN

Para ocupar las unidades que quedan;
me comenta el encargado; gorra en mano,
que hay que ingresar
en registro previos, en lista de espera.
Pero se sabe, eso, eso a veces se arregla.
La vereda es angosta y silenciosa,
amarilla, negra y blanca, senecta.
El sol la bombardea
sólo unos cuantos minutos de mañana.
El invierno se pega a los vidrios,
a estatuillas esmaltadas;
y las verjas son más frías,
más frías de madrugada.
Casi no se oyen voces,
solo el viento silba por los pasillos,
hace suyos los corredores.
_ A usted qué le gusta?_
ha preguntado el encargado.
_ A mí me gusta el mar y el fuego_
respondo, con desgano.
El me cuenta que aquí
la primavera llega remolona, despacio.
Que es benévola con todos,
cuando comienzan entre escombros,
a trepar los primeros,
o los últimos pastos.
Avanzo los corredores,
miro todo en detalle.
No me agrada tanto silencio.
Pájaros no quedan,
tampoco quedan árboles.
Tanta duda y misterio.
Sigo pensando en el mar y en el fuego; en Incucai.
Creo que aquí, no vive nadie.
Nunca me gustaron;
los cementerios.

Y.H.

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EL VISITANTE

Así, la muerte
no es la muerte.
Sino un espejo diferente,
al que vernos
por primera vez.
Es el reencuentro
con un visitante
que llega a mi casa,
regresando desde
otros caminos,
luego de aquél día,
en que partió
de mi propio cuerpo,
sin despedidas,
hace el mismo tiempo,
que los años
que tengo.

Y.H.

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SEPARACIÓN

Propias de la más experta paleta.
Contra el horizonte herido, insalvable,
las nubes tejen y destejen sus formas,
insinuando en la memoria imágenes irreplicables.
De una de ellas largos trazos rectos
arremeten la tierra. Es una violación lejana.
Son toques de pinceles gris azulados, difusos,
como si un color se estuviera inventando
y palpitando en aquella distancia.
Allí, está lloviendo con ternura humana.
Me pregunto si aquél cielo es éste mismo cielo,
desértico de dibujos
y lavado de sombras y figuras redondas.
Limpio y mío. Mío y egoísta. Espantosamente propio.
No son el mismo cielo.
Allí, seguramente, un hombre
apura algo de su siembra bajo algún techo.
Y los animales congelándose,
buscan un albergue natural, un refugio oportuno.
Aquí, yo pienso mientras tanto,
que ella debe estar
(inalcanzablemente, irremediablemente),
lejos de mis ganas de tocar y sentir.
Deberé destrozar mi boleto,
porque esa mujer es amor y veneno,
las dos cosas en el mismo acto.
Deberé apartar de mi cuerpo
lo que más me incrimina y más me muere.
Sin perdón.
Con el patetismo de las pérdidas incomprensibles.
Olvido pide mi cuerpo. Y tras ese olvido,
ella dejará de estar,
y yo, en un invierno como éste
pero por tres o por diez,
dejaré de ser lo que pretendo,
para sin haberlo deseado nunca,
alcanzar a ser lo que debo.
Es una pena sin arreglo, aprender de los recuerdos.

Y.H.

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DIFERENTE

Yo te quiero.
Porque no te lo digo siempre.
Y porque sin embargo,
estás detrás de cada cosa que hago.
Silenciosamente. Representada.
Yo te quiero.
Porque ya casi no te beso.
Los gasté todos al poco del comienzo.
Y por eso, son diferentes,
estos besos que ahora invento.
Digamos que te quiero,
porque al cese de palabras,
nos hablamos en silencio.
Digamos que los años me alcanzaron,
y que estás envejeciendo; con mi cuerpo.

Y.H.

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EL CONO OSCURO

I
Yo no poseo el conocimiento.
El de las viejas formas
Y cosas. Conservo elementos
que se esparcen en la memoria.

II
Infeliz y descontento, gozo
el epigrama de no retenerlas.
Felizmente complacido, sufro
por no recuperar sus sombras.

III
Fugan de mi; olor predilecto
y colores. Los espejos respiran.
¿Qué mano sucumbió al rostro
anterior y encendió sus piras?

IV
Mucho mas saben los Astros,
testigos de un recuerdo exacto.
Sabrán quien soy y la esencia
de un misterio casi profano.

V
Yo no poseo el conocimiento,
y me salva lo indispensable.
Me condenan los tiempos y miedos,
a vivencias superficiales.

Y.H. ( A Jorge Luis Borges)

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3.500 VECES

Es pura pureza
tu expresión a veces.
Como el otoño muriendo,
cuando la primavera
acecha.
Cuando las primeras resolanas,
empujan la humedad
de las veredas quietas.
Atraigo el amor, lo llamo.
Como esa joven bella,
que hace muchos años
bese.
Venía, rememoro o recuerdo,
no se la diferencia,
llegando de otras mujeres,
que multiplicaron tu nombre.
Desperté enredado en tu
cuerpo.
Así, como artesano,
completé la idea de la forma,
para no alejarme mas.
Barro. Puro barro tus manos
y mis manos.
Ya sabía que el amor
no se explica. Lo supe
antes, lo supe entonces.
Lo aprendí después.
Te comparo con esas
enredaderas de patios viejos.
Mil veces aprendí tu nombre.
Con un cielorraso de estrellas,
te comparo.
Con manzanas rojas, de rojo
aroma.
Con puertas y ventanas altas.
Con libros.
Con helechos.
Con rotas normas. Con
hamacas.
Tu mirada que todo dice,
hasta cuando pretende no
decir nada.
Te asocio con aquellos
y estos espejos, que conmigo
cambian sus brillos.
Con agua.
Con fuego.
Con un niño.
Con preguntas. Con acertijos.
Cuando me abrazas por
espalda y pecho,
es infierno y paraíso.
Todo y nada. Mucho,
mucho después, duermo,
así, así tranquilo el sueño,
cuando sueño.
No sé qué presiento cuando
presiento.
Pero sé de la repetición que
no cesa
ni cansa, cansada,
la repetición buscando cuerpos.
No sé si me extrañas.
No sé si extraño.
No sé si debemos.
Amo del rostro, tus primeros
trazos, tus ligeros gestos.
El despedirnos. El tenernos,
y el no tenernos.
Tu pasado. Lo que no hablas,
esa enfermedad que es sosiego.
Será que vengo de lejos.
Como el mar, remolino de algas,
no sé de dónde provengo.
Pero llego levantando espuma,
amontonando leños, cuando
llego.
Buscando playa.
O como el viento, paso
sacudiendo macizos techos.
Abriendo maizales, levantando
ecos.
O será que te confundo
con música plena, o con silencio,
con ausencias.
Con gemidos dulces o violentos,
cuando amas.
Como altos halcones.
Como la distancia que en horas
se recorre,
tardé veinte años, en descubrirte.
Como lo que se funde en fragua,
a golpes, a destajo, a deshoras.
Rincones sagrados,
que despiertan, se palpan,
se rinden, te abarcan.
En la humedad
sin remedio, del sudor más tierno.
Como apurando el segundero,
como quien no se rinde,
como quien se expone, o quien
batalla. Te quiero.
Como quien domina el tiempo.
Tres mil quinientas veces diferentes
y dos cuerpos que cambian.
Así solo me venzo, para continuar
con vos,
quien vive, fracasa, se hiere, mata,
se subleva. Estalla.
Como aguas verdes amarronadas,
que siempre cambian de color y de
playas.
Así como tus ojos. Como el tiro de gracia,
cuando vertical gritas; Dispara!
¡Dispara!

Y.H.

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INTERIOR

Es la hora desconocida.
Es imperfecta.
Y por tal, practica la ignorancia
de tardes y de noches.
Hora de estalactitas secas,
y rocas nunca descubiertas,
de vahos imprecisos,
imprecarios, y de metales.
Hora del encuentro
por el desecho de calles neblinosas,
de una persona,
que siendo irrepetible,
es la misma persona.
Es cuando los Dones llegan
y en lo mejor, desaparecen!
Y alejan de los hombres
sus sabidurías. Inalcanzables.
No es la hora en que se nace,
porque los fetos demoran su proceso.
Ni es la hora en que se muere,
porque el espíritu retorna
y busca al cuerpo.
Ni de Amores, ni de Odios,
porque Odios y Amores entrados,
ya están dentro.
Es la hora des horada
de las disquisiciones;
De lo que habitamos sin saber,
y que nunca sabremos.

Y.H

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Rastros, (o 57 Versos Desordenados).

 

El ser quien eres, cuando pudiste ser tantas cosas.

Caín y Abel; la piedra, y la primera campaña política.

Las primeras tablas de arcilla escritas en Babilonia.

El yeso vivo de Renoir en el rostro muerto de Modigliani.

Las agujas lentas del reloj si giraran a la izquierda.

La tinta verde de Neruda en redonda letra llena.

Machado, su catre y su patio de sombras Moreras.

Las puntas de las llamas del fuego si buscaran la tierra.

La virtud agónica del piano, si evadiera tus manos.

Las costas olvidadas de los inviernos del atlántico.

La Pobreza y la Indigencia, en la presunción ajena.

Las Emociones, en la Hermandad de Intolerantes.

Lo heredado, lo mestizado, lo olvidado; su rescate.

El primer desfile del Faraón, y el último Comunismo.

El viento, en la memoria de rostros vacilantes.

Las vestidas desnudeces, de cada despojo.

El campo solo, y las semillas que el paisano aprieta.

Quienes juran cada recuerdo sobre tumbas yuyeras.

Las incurables marcas, de golpes y penitencias.

El semen espeso y silencioso de cada monasterio.

El mar inmóvil, sin crestas blancas, sin ballenas.

El emprendedor que sigue, cuando sangrando llega.

Lo último que muriendo, Perón supo en su mirada.

La última espina extraviada de la corona de Cristo.

Y el Cristo que nunca crucificaron.

De las dos, la soga usada que no colgó a Mussolini.

Gandhi, y el tazón de barro con que dio agua al inglés.

La primera melodía de una garganta en la caverna.

El último sexo, el primero, y cada aroma pasajero.

Adán, Eva, y la negación de lechos lesbianos.

El viejo que recuerda la melena rubia entre sus piernas.

Los amantes, los amadores, los amados, los usados.

Los calambres troyanos en el vientre de madera.

Los Dioses impotentes, que los Romanos robaron.

Luis XVI en el espejo, la madrugada francesa de 1789.

El amor veloz de la traición en el crepúsculo.

O el amor de palabra, sin el cuerpo y sin las yemas.

El rugido del alma, cuando te sacude como bestia.

El vivir sin elegirlo, o el matar por inocencia.

Creer que la suerte no es esa pieza que has movido.

Los zapatos del croto que llegó con la carta de Crotto.

El escritorio de ese Juez, que no firmó la condena.

La voz final al teléfono cuando ya no nos veremos.

El milímetro del bisturí cirujano, en la emergencia.

El chapoteo del río, cuando jugabas a quien eras.

La mirada crecida de tu padre, después de los setenta.

El viaje más largo, que te llevó o te trajo más cerca.

Cualquier olor humano, después de la miseria.

Los perros en las noches de ciudades desiertas.

El cuerpo apretado de ella antes de mudar la inocencia.

La bayoneta del primer soldado en las trincheras.

Guerras que sin serlo, crearon otras guerras.

La queja de la tierra abriendo la vagina en un tsunami.

La primera huella lunar, y esa bandera global y forastera.

Rastros que dejamos sin saberlo. Relámpagos. Fragores.

El pasar que queda, en cada macho, en cada hembra.

Viviendo como inmortales, sin conciencia, y a sabiendas.

 

YAYO HOURMILOUGUE.

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María Elena.

Se extravía el histrionismo. Pierde huella.

Busca su juego propio, confundido,

no encuentra el equilibrio en las pisadas.

La parodia es un gato que nos recuerda

un perro que adora maullar.

Un perro bufón. Una casa que pide correr.

Un árbol que quiere agacharse.

O un juego, en el que el interés termina en abrazo,

reparando el calzado gastado de los que no saben

lo que cada poder

/es instruido en mantener.

En Ella vive algo de lo que todos borramos creciendo;

Niños desertados en Las Palabras de todos.

En la memoria abstraída de muchos.

Esquivados por corazones adultos.

Allí agonizan niños que no serán hombres,

porque los hombres no han querido ser niños.

Se extravía cada crío entre cuello y cintura

/de adulto sabio.

En Ella la verdad rebalsa a la pedagogía.

Es cuando deambula la lucidez. Culturalmente real

/vaga entre acordes y frases.

El compromiso cubre la negación. Venga lo mágico.

Está de paseo,

/Ella.

Amamos u olvidamos al niño

que vamos silenciando en cada quien,

hasta quitarle el aire y la luz.

El hombre va matando al niño

que lucha. El hombre no lo sabe.

Hiere lo que podrá preservarlo.

Como una estampida de búfalos al encuentro

/de un abrazo.

Muere el hombre, menos mal, mortalmente

es morido para que el niño que deja lo sobreviva

/en escondites propios y ajenos.

Intacta y resistida de a ratos,

amó como viviendo otras estaciones de redondeces

/renacidas.

Irá lo suyo a anidar sobre pesadillas y sueños.

Las puso a vivir para recordar quiénes éramos,

/allí alto,

donde las aves empollan sus crías

espantadas de humanos que disparan al follaje.

Adultos que cazan para no comer.

Con orgullo matan. Con cobardía mueren.

/Muriendo imploran.

Extrañaremos esa pasión de libro viejo.

Por unos días, la fogosidad del aliento

malgastará su calor de creatividad más íntima.

Habrá una dimensión que no palparemos.

Seremos la cigarra que negamos ser,

A muchos grandes recuerdos

los mata un solo olvido de chiquillo sofocado.

El niño interior es como un perro que muere

/de tristeza,

buscando  su amo, cuando ya renuncia a las noches

/de intemperie.

Cuando la búsqueda cesa, y aúlla una ausencia  irreparable.

Hay una soledad incalculable que retorna al útero.

 

YAYO HOURMILOUGUE.

 

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MATEMATICAS 

 

-El Tercer Sujeto, allí preso,
culpaba al Primero y al Segundo, de todos sus males.
Pero comprendía. Sabía que lo creían un sabio.
Aunque jamás lo consultaban.
Transparente parecía. No contaba las horas,
vivía sus eternos días como si fuesen minutos.
De un mundo diferente, no incorporaba el tiempo.
Colgaban de su cuerpo largos cerrojos silenciosos.
Aun así, era poderoso e indefenso al mismo tiempo.
Y fabricaba del dormir, los sueños.
 
-El Segundo Sujeto era la mitología de la duda.
Pagano estricto.
Azabaches pardos sus sentidos,
confundía favores, practicaba torturas propias y ajenas.
Con espejismos que creaba, anudaba todo sentimiento,
por no conocer con plenitud la naturaleza de su sexo.
Sabía de cuartos y quintos sujetos;
Pero poco hablaba con el primero,
y desconocía con intencional mezquindad,
la mirada imperdonable del tercero.
Se sabía sin sinceridad, y un terror mordaz lo sorprendía.
Daba que hablar. Como una Molécula helada
de todas las aguas, se escondía en umbrales
de carnes vivas impenetrables. Tocarlo costaba.
 
-El Primer Sujeto vagaba. Importaba
el aire, la voz, la tierra y el fuego.
El tacto. Las superficies idolatradas.
El excusarse con Dioses. El movimiento. Las marcas.
Las misas. Cada cuerpo.Daba ritual a sus muertos.
Inventaba mediciones.
Y secaba la tierra sin importarle, por descuido o arrogancia.
Negaba realidades.
Y al no conectarse por temor o por impotencia,
con quienes lo precedían, masónico inconsciente e incurable,
se le fugaba el minutero en vanas explicaciones.
 
Finalizado el sueño, los tres se unían.
Debajo de todas las interpretaciones, de cada estrella
y todos los soles, los tres echaban a andar;
Metidos en el mismo hombre.
 
YH

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HABER EN PRETÉRITO ANTERIOR

Aquí hubo una voz mineral.
Pero su nacimiento no era de carne.
Aquí hubo un Dios,
que se desvivía. Tanto se desvivió,
que tuvo que morirse.
Aquí, bajo mis pasos, (creeme)
hubo otras tierras, y los hombres
dieron todo por ellas, tanto
tanto, que hasta hombres dieron.
Aquí, (colosal sepultura del cosmos)
abundaban los árboles, hoy,
es un refugio petrificado
de dibujos y siluetas que recuerdan.
Aquí hubo hombres y mujeres
que se amaron, tanto tanto,
que por odio, el Amor los abandonó.
Aquí hubo poder para convertir
las cosas (y las cosas de las cosas),
tanto tanto, que por irresponsable,
el hombre lo puso en manos de un solo hombre,
o de una sola mujer.
Aquí hubo tristezas y vidas
que valieron tanto tanto, que fueron
vendidas no importando los años,
al peor de los precios.
Aquí estuvo la bronca, tanta tanta fue,
que quedó en escombros de la nada.
Aquí hubo Justicia, y los culpables
que no eran tales pagaban tanto tanto,
que los corruptos
compraron la balanza, y la Justicia
se perdió, (creeme), como se pierde
en los humanos el conocimiento
de los conceptos más simples y claros.
Aquí hubo entendimiento, tanto tanto,
que llegaron las alianzas
y las guerras, y los que primero entendieron,
marcharon, huyeron, dejando tras de sí,
regueros de huesos.
Ahora hijo, subamos, cerremos la escotilla,
y fundemos otro mundo desde esta cápsula,
nosotros, los culpables que todavía creemos.
Y.H.

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RUTINA

Tengo para mí
que hoy vas a aparecer.
Y vas a llegar cargada
de cosas desconocidas,
que hoy son como tuyas,
pero que hace poco, ayer,
eran casi mías.

Vas a entrar por esa puerta.
Y me vas a saludar.
Con la esperanza. Con la rutina.

Cargada de paquetes
que dejarás sobre la mesa;
Y en un dejo habitual,
de presencia con tristeza,
(mientras escucho las noticias),
rozarás mis labios,
pupila contra pupila.

Comentarás la calle,
la mañana chata y uniforme, la llovizna.
El que aún no conseguiste trabajo.
Y preguntarás por mi libro
y por alguna llamada, y luego
revisarás los sobres.
Y mirarás la cama de anoche,
aún desordenada.

Será el tiempo exacto
que ambos en silencio, esperamos.
Y que sin embargo no sabremos aprovechar.
Porque estamos aquí,
y ya no especulamos con rendirnos.

No sé si es el amor!
Pero así es la vida,
cuando se llena de cariño.

Y.H.

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ERRANTE

Amo y no puedo
abandonar este cuerpo.
El tuyo.
Porque es todo cuanto tengo
y de cuanto dependo.
Lo abandoné antes.
No podré recuperar las sombras
que se esparcen sobre la confusión.
Sin embargo,
hoy es toda la alegría.
La culminación.
El acto primordial
de mirarnos ahora,
cuando siempre dimos todo.
Dentro, se nublan las llanuras. Lo sé.
Afuera el cielo se deja morir
y comienzan a oscurecerse las esquinas                                                       de este día concluyente o fatal.
Bastó verte esa vez, y saberte ineludible.                                                     Feliz, consciente del intento, te miro.
La mirada final. Tu mirada mía.
Cuando enciendo el cigarrillo,
asumo que valió el roce final,                                                                              fue como volver a nacerse.
Levanto mi bolso. Una mirada                                                                         de rayos húmedos son tus ojos                                                                           y los míos. Me voy.                                                                                              No me vas a detener.
Es irse para siempre.                                                                                              Ya no seré libre.                                                                                                        Aunque no lo sepas te llevo.
De ahora en más mis sueños,
te contendrán toda la vida.

Y.H.

1988.

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EL OTRO

Hace algunos años, supe de él.
Lo presentía.
Sabía de su fuerte presencia.
Mucho me habían transmitido
de sus ojos gatunos.
De sus silencios. Su implacable
sed destructiva. Venía antes de mí,
en la prosapia de los genes.
Por las noches revivía.
Pero ante los soles, soportaba
la luz.
Lo supe hace años.
El otro me perseguía.
El otro me persigue. Está atento.
Ama lo que de mi desprecian. Lo sé. Desde aquel momento, en que deduje que copió mis gestos. Me espía desde mi sombra.
Tras el sonido de las cortinas,
me espía. Odia a la mujer que amo. Quiere poseerla. Esta allí
cuando acaricio, cuando consumo
el acto. Odia mi trabajo, y quiere sobre los deshechos de estos paramos,hacer de los jueces, ejércitos de esclavos.
Esconde las monedas,
cuando un chico se aproxima hambriento. ¿Pero quién me juzgará si lo mato?
Para eso conservo la daga. ¿Con que puñal habrá de acabarme, si yo callo?
Me persigue enfundado
en la noche.
Y viaja, lo que yo viajo.
No puedo descuidarme. Es cuando irrumpe en mis sueños. Allí veo su rostroreflejándome en los espejos.
Rodeado de altas bibliotecas
que todo saben de mi,
pero que poco dicen. Lee para
entenderme. Para encontrarme.
Y a encontrarnos me obligan,
sobre deshechos de ciudades
donde la ira y la furia te saludan. Cientos de noches lo he buscado.
Sobre empedrados humeantes
donde las ratas se devoran unas
a otras.
Armado, lo busco sin atajos,
sin religiosidad, sin misericordia.
Despojado de miedos,
despojo humano soy. Lo sigo.
Vivo, quizás muerto.
Da igual seguir que terminar.
Hasta que nos encontramos donde
los soles luchan por atravesar la niebla.
Allí donde hace siglos los virtuosos
derrotados, se desparramaron huyendo,
y los árboles perdieron sus hojas.
Donde pereció la ultima higuera.
Más allá llego.
Entre laberintos de piedras
y luces movedizas de velas .Su imagen
ahora me resulta parecida.
Allí alzo el puñal, forma parte de mi, lo traigo desde la memoria
primera.
Sus ojos felinos brillan
y nos atacamos sin compasión.
Alzo el puñal en ese momento
en que unos pocos Dioses guían
mi mano. Entonces siento la hoja penetrar
imperturbable. Luego de herirlo. Retrocedo. Me espanto.
Esta caído y suelto la daga enrojecida. Tomando su costado sangriento ríe. Se levanta despacio. Ya vertical,
flota unos centímetros. Entonces
comprendo. ¡Cuidado, dice sonriendo, si me matas,
no despiertas, y no despierto!

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San Valentín Des-comercializado.

 

Allá por septiembre

Los primeros capullos

abrieron las copas.

Como desperezándose

de sus sueños, de un arrullo,

se partieron en pocas horas.

Hoy es el despertar del gozo.

Este día cualquiera, esta calma,

esta tarde presuntuosa,

parecen indicarme , y no hay

equivocación, miles, y una sola cosa.

En cada palma de mano,

en el aire, en cada sentido.

A mi viene. Se acerca. Lo sé.

Me demorará.

Cortará mis pasos desviando cada

/camino.

Me atrapará y me dejaré detener.

Se acerca, lo sé.

Se acerca una mujer.

Y.H.

Del Libro Inédito “Por los Confines de Aquí Nomás”

Todos los Derechos Reservados. Este material puede reproducirse, o reenviarse mencionando la fuente.

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EL ASILO.

El anciano permanece sentado en su silla de ruedas, en el emplazamiento verde y primaveral del asilo de Don Orione, en Clypole. Enciende su pipa cargada de tabaco fresco. Lo hace con el sol y con una lupa, como si contara con toda la eternidad para ello. El centro de la barrica comienza a humear y el viejo chupa, lentamente, hundiendo sus mejillas hasta una imagen fina y huesuda, casi cadavérica. Después comienza a fumar, placentero.

Algo golpea en un costado. De inmediato ve la pelota. La mira hasta que queda inmóvil. Dos muchachos se disputan la carrera hasta el balón. Llegan exhaustos. Pelean. Se empujan. Uno de ellos golpea ferozmente el rostro del otro que cae bruscamente con su cara ensangrentada. El que golpeó ríe casi ferozmente, complacido.

El anciano levanta la cabeza y lo mira directo a los ojos. El muchacho responde a la mirada y lo increpa: “¿Qué miras? ¡Viejo de mierda!” Y ríe, a carcajadas, desafiante. De pronto quiere correr, pero no puede, algo se lo impide. Al instante sabe que lo que le sucede lo provoca la mirada de aquél viejo. Los ojos del anciano penetran al chico. Palpitan los dos cuerpos y la sangre corre vertiginosa en ambos a un paso del estallido. Se acaloran vertiginosamente con los corazones al límite.

A los pocos segundos el joven entrega la pelota al chico golpeado. Extiende su mano y ayuda a que se levante. Lo abraza y ambos caminan juntos hacia el resto de los muchachos y del profesor que aguardan en la cancha.

El anciano ensaya su nuevo cuerpo y decide que hizo bien, se familiariza, suelta a su amigo y comienza a trotar.

En la silla de ruedas con una pipa humeando el chico desespera,  no puede emitir todavía sonido alguno.

No sabe qué ha sucedido, ni qué hacer, metido en el cuerpo de un anciano.

YAYO H.-

 

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FINAL

Despoja el cáliz un destello. Sobre el templo, ahora son las ruinas. Con un sol inútil que destila notas desfraguadas de calor. Han tironeado el cielo, y desraído se hermana, se mezcla con los árboles descascarados y tiesos, desclorofilados por algún minutero eterno.

El viento empuja al viejo y silba su letanía, mientras el viejo arrastra un carro enclenque y desvencijado, de dos ruedas rotas y alambradas. Apenas el dan las piernas para el esfuerzo. Avanza dificultosamente en harapos. A cada tramo, hunde su gorra con una mano de tres dedos. Los perros aúllan por detrás, lo rodean, lo conquistan por basura fresca.

Casas inmutables, de persianas voladas y vidrios rotos desconocen su andar. Es la calle desértica como un gran patio abandonado del planeta. Un callejón hacia ninguna parte.

Uno de los perros es perra. La más cachorra. Y está preñada. El viejo anhela llegar a su casa, la única que respira fuego y encierro. Desea dar mundo al mundo.

No hay sobrevivientes que vea mire por donde mire, en los pliegues de esta tierra quebradiza y clcinada. Un remolino de cenizas lo envuelve y él tapa sus ojos, mientras vahos malolientes se elevan desde el suelo por aquí y por allá. Recuerda la mina donde quedó atascado cuando el estallido. ¿Cómo serán -se pregunta- las manos de sus herederos si es que logran algún grito? Tal vez garras y pelos sobre el cuerpo.

La puntada interrumpe su marcha y su respiración. El último latido brinca en sus sienes. Lo sacude unos segundos, y lo paraliza, petrificándolo en lo alto del aire. Sin sostén, cae, como caen las puertas. Su cabeza azota el piso para siempre. Rueda la gorra entre los perros calle abajo, entre cenizas y polvo. Los perros lo rodean, lo lamen.

La perra gruñe y ataca. Defiende su carne. Se dispersan los animales. Olfatean el aire, y andando se pierden, todos juntos menos la perra, en la primera esquina desfigurada.

Y.H.

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INCONCIENCIA

¡Inexpugnables!

Como una fortaleza mayor e impiadosa. Así son. Como los movimientos inabarcables, casi imperdonables de una mano, sin principio ni fin certeros, los pasadizos hacia el centro inentrañable, irrecuperable, de nuestras vidas inconscientes.

¿Quiénes somos de verdad? Jamás lo sabremos, porque rastreando túneles, nos espanta el alarido remotamente interior. Y el conocimiento se rebela.

Y.H.

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DOS MOTIVOS

El Curandero del Amor bajó sólo un estribo por la escalera del carromato, mientras solemnemente terminaba de anudar su bata tricolor, platinada y fulgurante. Aníbal estaba avergonzado por golpear a esa hora y su timidez, mezcla de miedo y asombro, ganó su cuerpo menudo y friolento.
Pudo ver al hombre de pie, y por sobre su semblante duro de fino bigote mosquetero, un cielo pleno de estrellas planchadas escapaba del filo horizontal y dorado del techo del carro.
El hombre no habló. Sólo lo contempló desde la dignidad heroica de su altura.
– Perdone usted, pero es que hace meses que lo busco…
– ¿Por qué?
– Es un problema de amor.
– Si no fuera por la hora, joven, le diría a usted que ha dado con la persona indicada.
– Por eso lo busco.
– Evaristo, El Curandero del Amor, para servirle ¿Y qué tan urgente es su caso que no puede esperar a que el sol salga?
– Es muy urgente señor.
– Entonces, pase.
El hombre giró y se agachó, para sortear con su cabeza el marco de la puerta. El carro se movió. Sin perder aún su timidez, Aníbal trepó los cuatro escalones flotantes del pescante, volteó para ver su bicicleta contra el árbol y luego se agachó también para atravesar la entrada. Una vez dentro, quedó sorprendido, casi deslumbrado por el colorido del habitáculo y por los objetos y utensilios desconocidos.
El Curandero del Amor, lo hizo sentar apretadamente a la mesa oblonga de enchapado brillo. A continuación, tomó asiento del otro lado, enfrente. Fregó violentamente sus manos con una crema amarillenta que desprendió sutilmente un perfume encantador, propio más de una mujer hermosa que de aquél hombre magnético. Alisó sus bigotes y aplastó su cabello teñido y tirante hacia atrás. Elevó con la punta de sus dedos la primera cuerda del reloj de esferas, atornillado en la superficie lisa, a un extremo de la mesa, con lo que el acero inició su tic-tac monocorde. Parecía tener todo con solo girar el torso, al alcance de su mano. Luego, sin quitar su mirada punzante del rostro del joven, abrió sus manos en posición de alabanza, de pirámide invertida, y explicó mientras cerraba sus ojos:
El amor que busca está cerca.
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– Lo sé. -respondió el muchacho quitándose la gorra y estrujándola con sus manos nerviosas entre sus piernas. /
– Es un bello y extraño amor, y llevas tiempo ya andando tras sus pasos.
– Desde hace meses, señor. Cuando supe que ese amor existía.
– ¿Acaso cuando supo o imaginó que ese amor era posible?
– Sí. Sí señor!
– Presiento una muchacha nazarena, de una hermosura casi increíble. Con una cabellera tal que podría envolver su cuerpo. En la plenitud de los descubrimientos sensuales y…
– No es ella, señor. ¡Es él!
El hombre paralizó sus movimientos y su boca quedó abierta a medio hablar.
– Y yo he venido a verle señor, por dos motivos.
– ¡¿Cuáles?! -Interrogó con arrogancia y arqueando una de sus cejas el milagroso conocedor de secretos.
– Me han dicho que usted, como Curandero del Amor; con su ciencia digo, puede hacerme olvidar.
– ¿Olvidar?
– ¡Olvidar, señor!
– Puedo. Pero eso cuesta.
– Tengo mis ahorros.
– Eso no significa que pueda usted jovencito pagar lo que vale. ¡Soy el mejor!
– Creo que tengo suficiente señor. ¿Cuánto?
– Doscientos pesos estará bien.
Seguidamente el muchacho sacó el dinero del interior de sus ropas, y apartando la cantidad suficiente, la colocó en el centro de la mesa y la empujó un poco más, hacia el hombre. El hacedor de milagros no contó el dinero. Aflojó la tensión de su cuerpo y bajó lentamente su mentón, aunque sin descuidar del todo su fallida labor teatral.
– ¡Bien. Bien! -dijo casi sonriente- ¡Tranquilo. Tranquilo! Delo por hecho. Será cuestión de algunos pocos días.
– Eso espero… Bueno, no era mi intensión importunarlo a estas horas. En tal caso, discúlpeme, pero ahora tengo un largo regreso pedaleando a casa, donde mi madre me espera, y créame que regreso más tranquilo.
Una madre orgullosa de su hijo, supongo.

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– Supone bien, señor.
– Bien, comience ya a olvidarse del amor de ese hombre, yo, El Curandero del Amor, se lo aseguro, pero… había dos motivos según comentó. ¿Cuál era el otro?
El muchacho se levantó y volteó lentamente hasta dar con la claridad difusa de la puerta a solo dos trancos.
-El otro motivo, señor, se soluciona resolviendo el primero, y para eso ya pagué.
– No entiendo…
– Es sencillo, señor. Usted es mi padre.

Y.H.

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MANOLO

Manolo tenía un andar lento, allá por sus 77 años, cuando lo conocí luego de mi escapada forzosa de la secundaria por integrar la UES, cuando obligadamente tuve que caer por los pagos de Mar de Ajó. No vendrás de Villa Constitución ¿No?- me preguntó un día, con ojos intensos de viejo.
Manolo estaba casado por primera vez con Haída, quien provenía de una viudez con un pastor anglicano, que rezaba al pie de la cama antes de amar, y que solía gozar y extasiarse más con su rito dilatado, que con Haída.
Con esfuerzo Manolo y ella levantaron, hilera a hilera, las paredes de un chalet modesto donde vivían en la costa Atlántica; yo tuve la oportunidad de conocerlos bien. Recuerdo de Manolo su naturaleza tranquila casi de hombre culto y bien leído, y su fealdad física, casi de caricatura.
En el estar, amplio, frente al fuego del quebracho salado (para que los leños tosan, como él decía) con el viento sur revolviendo las cosas afuera, y mientras Haída cocinaba la sopa de pescado, el se deleitaba con su pipa Rossi de tallo de madera rosa, algún tabaco holandés, y un trago fuerte que cobijaba sobre su falda, mientras lo abrigaba con la temperatura de sus manos cuidando de tapar la boca de la copa. Y me sumergía en una vida que yo deseaba y necesitaba, pero que no acertaba a explorar todavía, ni descubría cómo obtener.
Por él conocí a Chesterton, Dostoievski, Cortázar, Neruda, Borges, Smith, Shumpeter, Bernard Shaw, los griegos y tantos más. El viejo amaba la literatura y la filosofía como quien ha llegado al mundo sólo para hacer eso, y con la orden secreta de no divulgarlo. Reunía además, otros síntomas insospechados; vivía de su estudio de arquitectura, y trabajaba para sólo dos o tres firmas importantes de la zona, luego de que con el tiempo el pueblo le diera la espalda debido a su debilidad por el espiritismo.
– Yo no tengo poderes – me decía – más que mi escasa imaginación, y debo ser el hombre naturalmente más poco dotado del universo, entre otras cosas, por mi fealdad – Y luego reía sin gracia.
-Ahí pasa Manolo -decían los jóvenes, cuándo él todos los días iba y venía por la calle Hipólito Irigoyen rumbo a su oficina, jugando bromas con lo que no conocían.
– Es arquitecto! No! Qué va a ser, es brujo! – comentaban mientras perdían el tiempo contra los ventanales de los primeros bares abiertos, Funcional o La Tasca.
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Manolo me daba sus libros como un secreto, y yo los devolvía en una semana, poco mas, poco menos. Era la única forma de relacionarme con un mundo que en Buenos Aires me estaba vedado. Una, acaso dos veces por semana, de acuerdo a mis changas y a mis bolsillos, cenaba con ellos. Ella con sus sesenta y moneditas amaba a Manolo, y Manolo la amaba a ella y a sus perros.
La última vez que los vi me despedí como para regresar a los pocos días, luego de concluir con los nuevos autores. Pero ya no pude volver a verlos. La vida me arrancó por miedo, sospechas y comentarios de aquél lugar invernal de pingüinos, vientos, playas y pensamientos solitarios. No podía estar definitivamente mucho tiempo en ninguna parte y avancé mar abajo. Han pasado casi diecisiete años sin una despedida que se parezca a lo humano, y con tres libros sin devolver.
Ayer supe o me llegó la noticia, que Manolo había dejado este mundo, y me ocurrió algo curioso. Sentí deseos de abrazarlo, recordé mis veintiún años, y concluí con que en esta vida, nos guste o no, siempre le debemos algo a alguien. Y desde entonces creo, que la mejor mujer y el mejor hombre, son aquellos que de tanto en tanto, al menos una vez, son adversarios de sí mismos. Él lo fue. Cuando ella murió, él le cerró los ojos. Y cuando terminó el papeleo del entierro regresó al estar de su casa helada. Calentó su última copa en la hornalla. Hizo toser el fuego. Alimentó a los perros. Y cuentan que así lo encontraron, días después, cargado e tristeza, cuando no respondía al llamado de la puerta, muerto.

Y.H.

 

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Esa Ceguera Que Mejor Veía.

 

Era extraño en él, como periodista, que estuviera mirándole los pies, y mirando las baldosas.

Esos zapatos negros, perfectamente acordonados.

Hasta que alzó la vista y observó ese pergamino de arrugas que tenía delante.

Las bolsas que contenían aquellos ojos entrecerrados, revelaban líquido tras los parpados, desde abajo.

Años.

Pero a veces revivían como un relámpago. Y eran de a momentos de una intensidad clara, por ratos, de color imprecisos. Y estaban húmedos.

Disminuidos físicamente, acaso por el esfuerzo de pretender ver.

El hombre ya era mayor. Casi una gloria. Y aun sentado, no soltaba el bastón, recto desde sus pies. A veces lo inclinaba, y era allí donde apoyaba su mano derecha, suelta,  mientras gesticulaba con la otra.

A veces, cruzaba los dedos de las dos manos, entrelazados sobre el mango alto. A la altura de su mentón ligeramente hacia arriba. Con el rostro levemente inclinado a un costado. Como ofreciendo el oído.

Miraba al vacío, explorando, y según había dicho, sus ojos le permitían alguna que otra figura borrosa.

– Entiéndame- Dijo el anciano- Imagínese….Imagínese Usted un jarrón.

-Sí. Respondió el periodista secamente.

-¿Cómo lo describiría? Preguntó el hombre, con esa mesura que la seguridad proporciona.

– De barro! -Respondió el periodista.

– No. No. Dígame algo más!

– ¡Redondo….! – Jugó el periodista en un nuevo intento.

– Bien…. ¡Vamos mejor!

El periodista, aunque maduro ya, estaba extasiado. Y su vigor por aquel momento, de a ratos lo delataba. Tenía para sí al hombre que muchos querrían tener en frente en ese momento.

Luego de segundos o minutos, el hombre lo sabía, el joven no, el anciano volvió a mover las piezas de aquel dialogo inesperado y casi casual.

– ¿Se lo imagina lleno o vacío?

– Lleno- Contestó el periodista.

– Vamos mejor! – Dijo el hombre, con una leve sonrisa. lo que ya era demasiado. Inmediatamente repreguntó.

– ¿Lleno de qué…..?

– ¡De agua..!

– ¡Correcto! Se entusiasmó el anciano, cambiando la posición del mango de su bastón entre las manos.

– ¡De agua!- repitió- ¡Entonces ahora hábleme de las dos cosas en forma simultánea!  Pidió con una voz apagada pero casi eufórica. Una voz inmodulada, casi disfónica crónica, que había que saber interpretar.

El periodista pensó durante unos segundos. No podía evitar una sonrisa a partir de aquel juego que lo fascinaba. Pero por otra parte el anciano que tenía sentado allí delante, lograba amedrentarlo. Lo obligaba. Y el desafío, no sería eterno. Había que degustarlo.

Finalmente, el anciano explicó.

– No me hable de un jarrón, si no de » la redondez del agua», eso mi amigo, eso es una metáfora.

Su mano derecha había abandonado el bastón, y se mantenía en el aire, al alcance del periodista, y los dedos arrugados delataban un formato de cuenca tembleque.

Luego se levantó con cierta dificultad, pero solo, sin ayuda alguna. Y se perdió entre las sombras de la trastienda del viejo teatro donde media hora antes, había dado una de sus conferencias.

– La redondez del agua…! La redondez del agua! – repitió el joven en voz baja, para sí.

Miraba las baldosas. Ya no estaban los zapatos.

– La redondez del agua….!

Invierno de 1984.

Dialogo entre Jorge Luís Borges y Gustavo Abú Arab (Periodista de Radio Del Plata).

YAYO HOURMILOUGUE.

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   Helmen pensó en quitarse el cerebro y estrujarlo sobre la palangana hasta la última gota. Estaba convencido que en aquél líquido grisáceo que desprendería, se encontraban todos sus males, incluido el dolor de cabeza que tanto lo atormentaba. Imaginaba así, que luego de un par de sacudidas, podría volver a colocárselo, pero esta vez, gozaría de un cerebro sano. O al menos, indoloro.

 

            La sala parecía del siglo diecinueve. Había sólo una cama de plaza y media (ubicada en el centro de la pieza), con altos respaldares en metal dorado y cubierta con colchas hechas a mano. El piso de madera rechinaba con su andar y contenía todavía en sus vetas la humedad añosa.

 

            Un gran espejo de tres pliegues contra la solitaria pared gris, frente al respaldar más bajo de la cama, se convertía en el único objeto que le recordaba quién era.

 

            Las velas parecían eternas, y la palangana recubierta de loza cachada descansaba sobre un pie largo de hierros curvos y forjados de donde colgaba una toalla. El inodoro manchado, blanco y viejo, se veía desde cualquier ángulo de la habitación. Y la única canilla de bronce, goteaba monótonamente.

 

            No había ventana alguna. Sólo un ojo de buey con el vidrio rajado, elevadísimo contra la líneas del cielorraso, y se anunciaba allí el paso del sol, el de su propio tiempo.

 

            Helmen  ya lo había intentado todo. Pero era inútil. Jamás podría salir de allí. Se lo había confiscado por años. No se trataba de una cárcel ni de un manicomio, era ambas cosas a la vez.

 

            Los enanos salían siempre, inesperadamente, corriendo desde los zócalos. Revolvían todo. Gritaban metiendo bulla. Trepaban a la cama por sus patas lisas y largas y al llegar daban vueltas de carnero sobre su vientre, enredándose en su vellosidad. Eran de lo más inofensivos, pero también de lo más inútiles. Cada uno vestía payasescamente distinto. Se comunicaban entre ellos en un idioma o dialecto que Helmen no comprendía. Aunque  los pescaba más de una vez hablando acerca de él con gestos exagerados, o refiriéndose a su ropa, o a un lunar inexplorado que resultaba todo un descubrimiento colosal. En más de un caso se demoraban o entretenían jugando revoltosos con un botón o con los ojales de uno de sus zapatos. Penetraban a uno de sus bolsillos para girar dentro, divertidos, y luego asomaban sus cabezas con caras sonrientes y carcajadas inéditas. Cuando Helmen les hablaba, callaban y oían atentamente, luego corrían y volvían a desaparecer por los zócalos sin dar respuesta alguna. 

 

           En los últimos tiempos Helmen había desistido hasta de masturbarse (algo que sin embrago hacía con poca frecuencia), porque ellos aparecían a revolcarse de risa desenfrenadamente cortando su lúdica inspiración sexual.

 

            Aquél ambiente le permitía vivir sin la necesidad de la comida. Nunca supo si se trataba de un hábito o de un elemento fisiológico. De hecho no lo hacía porque no tenía cómo, y porque además, nadie le alcanzaba nada. Tampoco tenía hambre. Era en verdad el único ser viviente, además de los enanos que no sobrepasaban en tamaño su pulgar, y que llegaban como transgresores, porque quién sabe qué dimensión escurridiza habitarían.

 

            Regresó agotado, al enigma que lo torturaba de a tiempos regulares.

 

            Cada pared tenía una puerta. De madera y gris, como todo lo que existía allí. Gris, lisa y ciega. Sólo dos de ellas estaban desplazadas del centro del muro, la que daba justo al lado del respaldo de la cama, y en frente, la que daba al costado del espejo.

 

Jamás pudo acercarse demasiado a ellas. Con el tiempo notó que los enanos tampoco lo hacían. Surgían y fugaban por los zócalos. Toda vez que pretendió salir, algo grave ocurría. La primera intentona de alcanzar una de las puertas, ocasionó que abruptamente toda la habitación cayera al vacío. Él llegó a flotar dentro y se golpeó con cada objeto suspendido en el aire. La velocidad vertiginosa en su fase final, consiguió que quedara prácticamente pegado al techo. Afortunadamente, no hubo impacto alguno, sino un frenaje regular, como una distensión gradual. Luego tuvo que ordenar toda la habitación.

 

            La segunda puerta logró la más completa oscuridad. Aun así creyó en escapar. Calculó los pasos. Imaginó con alegría estar fuera de la habitación. Al tanteo, y sin tropezar con objeto alguno, caminó cuadras, kilómetros. Pero aquello parecía infinito (aunque la infinitud no exista). Hubo de regresar. Al llevarse la cama por delante con sus piernas, la luz se hizo. Estaba otra vez allí.

 

            La tercera puerta lo dormía. Despertó cuando los enanos, transpirando y profiriendo insultos tiraban de él por los zapatos, alejándolo de su intento hacia la cama. Luego, gesticulando y con voces graves, chinchudos, se perdieron como siempre por el zócalo.

 

            La cuarta puerta era diferente. Pero acaso peor. Se generaba con el acercamiento una barrera invisible, como un colchón de aire. No alcanzaba el picaporte cuando aparecía a sus espaldas el cíclope de los viajes de Ulises. Sólo que este extraño personaje tenía su misma altura. No atemorizaba. Sino que aburría hablando y explicando que era imposible cualquier fuga hacia la felicidad.

 

Frotaba entre sus manos las uvas que sacaba de una gran  alforja, y apretándolas las dejaba chorrear hacia una copa de oro. El personaje se retiraba finalmente, cuando Helmen se alejaba de la puerta, o bien cuando terminaba de hablar de sí mismo, borracho hasta el ombligo. Pero nunca dándose por aludido de que no era escuchado.

 

            Desde hacía pocas semanas despertaba sobresaltado por las risas sonoras que partían desde algún punto situado detrás de cada puerta. No alcanzaba a regresar a su sueño cuando algo lo volvía a despertar, era el aleteo veloz de los murciélagos en la pieza, emanando sus agudos chirridos. Se tapaba la cabeza y se tiraba al piso.

 

            Helmen quería morir. Lo quiso mucho tiempo, pero no pudo. La esperanza de esa muerte real no llegaba. Intentó el suicidio. Todo un día le llevó separar y afilar contra las paredes una parte de hierro forjado del pie de la palangana. Por la madrugada cortó sus venas. Antes de morir recordó que cumplía treinta y tres años. Agonizó lentamente. Casi gozando. Y murió.

 

            Segundos después, otro Helmen le dijo:

 

– Bien, ya lo conseguiste ¡Ahora volvé a tu cama!

 

            No entendió. Pero lo hizo. Y comprobó con horror que no había venas cortadas, ni cicatrices. Que estaba vivo. Y que el hierro del pié de la palangana era un arma contundente y sin usar, descansando sobre la colcha de la cama. Su boca estaba amarga. Su cuerpo laxo. Aspiró profundamente. Casi saltó de su cama. Puteó enojadísimo. Fue cuando se dirigió al espejo casi sin darse cuenta. Esta vez se detuvo a mirarse detenidamente. Resistiéndose al principio, se encontró conversando con la imagen durante buen rato. Preguntó y se respondió. Y cada cosa importante de su vida apareció nuevamente, pero las miró desde otro lugar, las miró desde afuera. Le llevó un largo rato saber qué dejaba, y qué llevaría consigo de ahora en adelante. Él no era esa imagen que había visto siempre, no, él era ése que estaba viendo ahora. Tuvo deseos de estar debajo de árboles, y le vino la sensación de hambre, y ganas de abrazar. Se dijo que tenía la edad que le quedaba, y no la que lo había arrastrado hasta ahí. Todavía no recuerda a cuál de las puertas se dirigió. Podría haber sido la cuarta. Sin pensarlo demasiado, la abrió, y salió.

 

YAYO H.

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PARAGUAY. Marzo del 99.

 

Arañando el vientre de las nubes en una ruta que sube y baja con banquinas rojizas, donde los árboles se abrazan por lo alto, enroscados, sobre el paso veloz y las luces encendidas de la cuatro por cuatro rentada en el aeropuerto de Misiones, nos zambullimos por un colosal túnel verde natural, mientras los disparos de sol atravesaban la arboleda y estallaban en manchones irregulares sobre el pavimento y el parabrisas.

Atrás iba quedando Argentina, adelante, y desde la frontera nos faltaban más de quinientos kilómetros hasta Asunción, sin saber lo que encontraríamos y sin saber cómo ingresaríamos a Paraguay, donde horas después veríamos retenes con hombres que cada tanto surgían de la nada, armados con rifles y cananas cruzadas al pecho. La ruta se hamaca, zigzaguea y tras una pendiente de amplia curva, a la izquierda se ve desde nuestra altura, mientras nos desplazamos, el puente tendido sobre el río. Con la última luz nos abre sus fauces el Paraná, es de una belleza profunda, salvaje, insondable. Se va haciendo la noche.

Allí, el primer retén de uniformes verdes. El más grande. Ciudad del Este se abre del otro lado, la ciudad parece un gran mercado Medo. Nunca dijimos a nadie como conseguimos entrar a un país blindado, donde estaban restringidos todos los lugares de acceso y hasta los aeropuertos cerrados, con cientos de periodistas afuera intentando entrar. Con Gustavo Abub Arab, Fernando Menéndez y su camarógrafo, a quienes luego y sometidos todos al trabajo veríamos de a intervalos, pudimos ingresar a un territorio sitiado.

La crisis ha alcanzado ribetes internacionales. Hay declaraciones de Clinton, de Henrique Cardozo, de líderes mundiales. Llegamos a la ciudad de Asunción después de muchas horas de viaje, el avión antes, y luego más de quinientos kilómetros de una ruta extensa que atraviesa pueblos encadenados,  unos tras otros, con todas las características aldeanas de la marginalidad y la pobreza malditas. Para entonces, hasta los árboles habían desaparecido. Allí, en Paraguay, como en tantas provincias del interior argentino hay pobres, que no saben que lo son.

Ingresando a Asunción, luego de varias horas, el encanto se destruyó de golpe. La Plaza de Armas vivía su mundo propio, donde pernoctaban estudiantes mezclados con campesinos de la FNC que respondían a Oviedo, y familias enteras, mientras los militares leales a un gobierno agonizante acordonaban el lugar, y los políticos de la multisectorial intentaban ser escuchados.

Después del primer día, subíamos otra cuesta a pié, trabajosamente, poco más de dos cuadras angostas a las que ya faltaban adoquines, hacia el hotel que decidimos por cercanía al conflicto. Subíamos desde la Plaza de Armas, donde un bando de centenares de hombres y mujeres que bajaban de camiones volcadores y cerealeros, llegados desde el campo, combatían con escopetas, palos, cintos, hondas y machetes, y disimulaban algún que otro lechucero calibre 32 o 38 entre sus ropas de fajina. Venían a dejarlo todo por Lino Oviedo.

Partida al medio, como una frontera virtual en construcción, respetando un espacio de solo cincuenta metros a mitad de la plaza, se detenía el Ejército. Hasta allí habían avanzado, divididos a su vez en sectores selectos de la Policía y hombres fuertemente armados que respondían todavía a un Gobierno que caía inexorablemente tras el asesinato del Vice Presidente Luis María Argaña, 48 horas antes, cuando lo mataron saliendo de su domicilio, sobre la diagonal Molas López, ese veintitrés de marzo. Fue por la mañana del veinticuatro que accedimos al lugar residencial, todavía se veían las camionetas heridas por el ataque, una de ellas tenía el piso y el techo abiertos en flor, debido a las granadas, y según referían los primeros peritajes, al menos un disparo de bazuca.

Las fronteras siguieron durante días bloqueadas, » el Paraguay», como ellos mismos lo llaman, incomunicado. Lino Oviedo era capturado y los campesinos avanzaban con palos, picos o lo que encontraban para rescatarlo.

Eran horas de convulsión extrema con carteles volados de cuajo, comercios con vidrios destruidos y saqueados, con adoquines y baldosas arrancadas por manos hambrientas y enceguecidas.

En medio, los francotiradores elegían el blanco desde los techos más insólitos en forma indiscriminada y disparaban. Así murieron en las primeras horas los muchachos que no tenían más de veinte años.

Uno de ellos corría por la plaza en pleno tumulto cerca de mí y de Gustavo Abu Arab, tras los primeros disparos, mientras cubríamos los sucesos para Argentina.

El impacto lo despegó del piso con un estampido seco, empujándolo hacia atrás en una parábola que le arqueó el cuerpo. Su camisa blanca estalló en rojo vivo cubriéndole todo el torso, pareció detenerse unos segundos en el aire  antes de caer sobre los baldosones amarillos de la plaza. El rojo vivo era la muerte, pero el disparo estaba en la cabeza.

Tratamos de socorrerlo, fue inútil. No rodó. Cayó de espaldas y todavía tensionaba su cuerpo antes de aflojarlo y quedar tendido, boca arriba, con la cabeza levemente de costado, como aplastada.

Los gritos de los padres se perdían inadvertidamente, mezclados con voces de cientos que corrían de un lado a otro cuidando sus propias vidas.

-Los están matando con la vista gorda de la policía que no se mete ni hace nada, desparecieron!- le dije a Gustavo. En efecto, la policía que comandaba Niño Trinidad Ruiz Díaz, y que hacía horas nos había enviado a  detener, y nos liberaron tras revisar nuestros bolsos, y ante la presentación de credenciales, estaba comprometida políticamente hasta la médula. La madrugada del sábado veintiséis, los muertos ya eran siete, y los sectores cruzaban culpas entre sí. Tampoco sabíamos a quienes pertenecían los tiradores desde los techos.

No desconocíamos que para nosotros un trabajo de tal naturaleza exigía de ciertas estrategias y de cierta preparación mental. Una predisposición que habíamos conversado en el avión a Misiones, cuando salimos de Aeroparque, y que sin embargo, ante los hechos, resultaba escasa. Lo mismo habíamos hecho, en voz alta, acerca de la situación política y social de Paraguay en los últimos años. Analizábamos los años anteriores del país al cual viajábamos, y lo discutíamos.

Ahora se trataba del cálculo. Del manejo de los tiempos. De la realidad. De estar en el sitio del cual nos interiorizábamos en viaje.

Imaginando lo que podía ocurrir más tarde,  con Gustavo no comimos durante el día. Solo café y té, y limitamos los cigarrillos al mínimo, porque íbamos a necesitar de una capacidad física, que en mi caso, al aire, en el momento de pleno conflicto aquella noche, había que mantener.

Tras horas de adelantos e informes, programa tras programa, y mientras el olor rancio inundaba el aire de marea humana, sumado a los gases lacrimógenos, y con la transpiración inundándonos, se presentaban otros obstáculos, las baterías de nuestros celulares iban bajando rápidamente. Escaneados, cedían a mayor velocidad. En un momento decidimos volver al hotel por las que habíamos dejado en carga. Cada seis horas lo hacíamos.

Cuando nos dimos cuenta alcanzamos el record de setenta horas sin dormir, o dormitando de a ratos, algo difícil de manejar en los momentos de gran tensión. Y era por esta razón, que cargábamos también sobres de sal para impedir la deshidratación, y de azúcar por la presión y el gran calor, los infaltables grabadores en el morral, por lo menos dos, varias cintas vírgenes, auriculares para el retorno de las radios de bolsillo M32, ya que América y Del Plata se escuchaban en Paraguay casi como medios locales, y con una mínima interferencia, eran elementos que no podían faltarnos. El cartel de prensa colgado del cuello, ropa amplia y oscura, para no llamar la atención de los francotiradores y calzado de goma acordonado. Acido acetilsalicílico, o cualquier cafeína, además del inconveniente de no poder tomar agua en cualquier parte, estaba contaminada, por lo que recurríamos a  quioscos donde el agua estuviera etiquetada, siendo que muy pocos negocios ya quedaban en la zona céntrica.

Los árboles altos, coposos, y las zonas de la plaza a la que la luz nocturna no llegaba, nos proporcionaban condiciones de mayor seguridad, y de tanto en tanto, era necesario mezclarse en uno u otro bando por nuestra propia integridad física.

Tras tres insistencias protocolares, vía Consulado y desde Buenos Aires, finalmente, el Presidente Cubas Gray me recibió en El Palacio, fuertemente custodiado. Tuve que atravesar dieciséis controles. Los conté y aun hoy, vagamente alguno de ellos recuerdo.

El Presidente me dio la mano y regresó a su lugar tras el escritorio. Las ventanas estaban cerradas, ni un rayo de sol.

Fuera y lejos, se escuchaban gritos y disparos.

La entrevista duró media hora.

No se me permitió encender el grabador, ni el celular para ponerlo en vivo, y tres militares que lo acompañaban no abandonaron el despacho. Tampoco hablaron. Uno de ellos no me saludó. Dos se ubicaron detrás de mí, no los podía ver. El restante, detrás de él.

– Dicen que Ud. es responsable del asesinato de su Vice Presidente….

– ¿Quien lo dice?

– Más de un senador que hemos entrevistado, toda esa gente que baja de los camiones en la plaza…

– Desmiéntalo. No tengo que enviar a matar a nadie…

– No dije que Usted lo enviara a matar, dije que era responsable….

– Lo mismo. ..Usted sabe que lo mató la gente de Oviedo, por eso ordenamos su detención….

– No, yo no lo sé…Una fuente nos indica que Usted está tramitando asilo político en Brasil…

– Una mentira más. Voy a resistir. El pueblo está conmigo…

– Los de la plaza no, el campo tampoco, y la clase alta está escondiendo sus coches lujosos y otros ya abandonaron el país… Señor Presidente, su familia también está afuera…

-Bueno…imagínese, ante estos casos, uno preserva la familia…

Solo papel y lapicera se me permitió. Me acompañaron hasta la salida cuando ellos decidieron que era el momento de finalizar la nota.

El sol estaba alto y me dio de pleno. Otra vez los dieciséis retenes a pie, en casi diez cuadras, hasta allí llegaba la custodia. No pude evitar mirar hacia atrás cada tanto. Sentía la sensación de inseguridad en la nuca. Pensé en el Presidente Paraguayo, encontré y dejé a un hombre derrotado en su esfuerzo final, mintiendo. Las horas que le quedaban en el poder, se podían contar en su rostro y en sus ademanes.

La voz por el teléfono del Hotel Continental, unas horas antes era parca, «Solo un periodista. Solo uno»… nos habían dicho cuando comenzamos a tramitar la entrevista desde la producción de nuestro país, y desde allí mismo, desde Paraguay,  aunque fuéramos de Medios diferentes.

Sabían a qué Radios de argentina pertenecíamos en cada caso, y contaban hasta con el número de la habitación del hotel donde parábamos.

Con Gustavo decidimos que de los dos, fuera yo quien lo entrevistara.

¿Y el audio? Dame el audio que lo copio!

Se decepcionó. No. No me permitieron usar el grabador.

¿Lo pusiste en vivo?

Tampoco me dejaron.

Miraba mis apuntes y repetía » Macho, tu letra,  no te entiendo un carajo…»

Le dicté entonces la copia de mi manuscrito. No hice aire, hasta tanto él tuviera todo. Juntos, pedimos aire en cada Radio.

Cuando al día siguiente estuvimos con el Fiscal Amarilla, en el tercer piso del edificio de los Tribunales, el palacio estaba casi desierto.

Amarilla estaba al frente de la investigación del asesinato del Vice Presidente paraguayo. Esperábamos junto a un tumulto de colegas locales a que nos atendiera.

Amarilla no tenía demasiados datos, y se encontraba solo. Le había costado demasiado esfuerzo conseguir quien lo acompañara en la investigación. El Gobierno no le facilitaba dato alguno. Y el hombre temía por su vida. Había pedido custodia. Le enviaron dos tipos, solo dos, en los que no confiaba. Las apariencias daban mas para sospechar que para confiar. Y como muchos, se comunicaba con su familia, que ya había pasado la frontera desde hacía horas. Los sacó urgentemente, ni bien supo que por sorteo el caso caía en su despacho.

Esa misma tarde, a las tres y cuarto, las tanquetas verde oliva descendieron a la Plaza de Armas, sin respeto alguno por los parlamentos, el Senado de espaldas al ancho río Paraguay, y al costado la Cámara de Diputados, edificio cuyo  fondo daba a la Casa de Gobierno, a unas quince cuadras. Supimos entonces que el suelo, los árboles nuevamente, y el estar a un centenar de metros de los camiones oviedistas, que no terminaban nunca de llegar y regresar por más gente, eran nuestra seguridad momentánea. Tratábamos de ubicarnos siempre a un lateral, paralelos a los cañones. Pero los hombres armados, andaban por todas partes. Con los primeros estallidos pedíamos aire a las Producciones de Buenos Aires.

Mario Portugal nos daba paso inmediatamente.

Cuando el oxigeno menguaba, y el aire condensaba gases y pólvora, tratábamos de movernos, y corríamos protegidos y agachados entre las grandes columnas del Palacio de Diputados esquivando los cuerpos de hombres y mujeres, de chicos desesperados que no comprendían y lloraban. Con cuarenta grados casi, a veces más, la ropa se pegaba y el morral aumentaba un kilo más a cada hora.

Hasta que sonó el celular de Gustavo, tras atender, me miró.

¡Le permiten a Oviedo un primer contacto con la Prensa!

Estaba detenido en una sede Militar a unas treinta cuadras de allí.

La llamada procedía de un colega paraguayo. Fue lo primero que hicimos al llegar, tejer una red de contactos telefónicos local. Lo hacíamos siempre, y era de hábito llamarnos.

Pudimos entrevistar a Lino Oviedo tras los barrotes del predio, nosotros sobre la vereda. Se lo veía tranquilo. No estaba esposado, y tras una entrevista de diez minutos, mas no le permitieron, nos dimos cuenta que la serenidad del caudillo se debía a que dentro de las Fuerzas, allí mismo, contaba con un buen numero de lealtades. También contaba con Medios periodísticos que lo apoyaban, tanto como al Gobierno su propia prensa.

Volvimos a hacer aire.

Regresamos a la Plaza a pié. Costaba encontrar un taxi. Al llegar, notamos que había menos gente. El cañoneo intenso los dispersó. Un camión cerealero humeaba volcado de costado, como una gran víctima más, otros estaban cruzados y vacíos, en cualquier parte. Las pocas cuadras hasta el Hotel Continental, cuesta arriba, eran un paisaje repetido, calles destruidas con esquinas cortadas por los grandes ruleros de púas. Atrás, a solo metros, dejábamos retenes de soldados, y tipos de civil armados, mezclados con policías seguidores y oficialistas, y la infantería de marina que desesperadamente Cubas sacó a las calles. Y algo más arriba, penetrábamos al cerco oviedista. Las miradas se fijaban en nosotros conforme nos acercábamos. Ya no sabíamos quién era quién.

¡Periodistas! Gritábamos, con celular abierto y grabador en alto. Con armas y palos, y no con las manos precisamente, nos hacían señas para que continuáramos. A veces nos consultaban. .. ¿Qué dijo Oviedo? ¿Ustedes fueron los que lo entrevistaron…son los de argentina? Ah, porque recién los escuchamos… ¿Como lo vieron? ¿Es cierto que el Ejército avanza con más tanques y Helicópteros hacia acá? Caía Cubas nomas… ¿no? ¿Usted fue el periodista argentino que entrevistó a ese hijo de puta del presidente, ayer?

Metros antes de las escaleras protegidas del Continental, tres mujeres jóvenes se me vinieron encima. La seguridad del edificio quiso apartarlas. Un gesto nuestro a tiempo los contuvo. Gustavo se me acercó.

– Esto termina de explotar hoy- me dijo

-Sí, cae en horas- respondí.

Gustavo se pega a mi derecha cuando las tres mujeres me alcanzan.

– ¡Señor! Dijo una de ellas, que no tendría más de diecisiete años ¿Necesita compañía?

Era de una belleza fresca. Simple.

Sus ojos negros serán para un periodista inolvidables siempre.

-Sí,…compañía!- dijo la segunda casi con esperanza.

Miré a Gustavo. Su rostro traducía todo. Atiné a lo primero que me surgió ¿Comieron hoy? pregunté.

– Hoy no señor. Y rápidamente afirmó con un gesto de cabeza y casi con alegría

– ¡Anoche sí!

Metí la mano en el bolsillo y saqué el puñado de guaraníes. El mal olor de los billetes subía desde los colores azules, verdes y rojos que al cambio con Argentina poco valían, el olor inconfundible no era de su gente, sino de la pésima calidad del papel. Era llamativamente particular el olor del dinero paraguayo. Los rostros de las muchachas se iluminaron.

-Vayan a comer! les dije. Una de ellas, la de los ojos oscuros, me besó en la cara. No quiero recordar mal, pero hasta creo que se puso en puntas de pié.

Después de repartir el dinero a manotazos, y de levantar del piso lo que se les caía, se fueron corriendo calle arriba, hacia el lado opuesto de donde venían los disparos. Las vimos marcharse y allí reparamos en que al  menos en dos de ellas, debajo de sus vestidos transparentes y estampados con grandes flores, no había ropa interior, estaban desnudas bajo la tela liviana, y además, descalzas.

Gustavo tocó mi hombro y me agarró del brazo. Qué país de mierda… Dijo mientras me tironeaba para la puerta del hotel. ¡Vamos, dale! Repitió.

Cuando pulsamos el botón del ascensor, el aire acondicionado nos ponía en otro mundo. Gustavo insistió.

– Hay que volver a la plaza….

Reconozco que su comentario, mas mi cansancio, me produjeron un súbito mal humor. Pero lo pensé unos minutos….- Levanta las baterías, date un baño y salimos- respondí.

Gustavo bajó del ascensor en su tercer piso, yo en el quinto. Tras cambiar las sabanas, habían ordenado la habitación. La heladera estaba repleta de todo tipo de bebidas. Un oasis. Elegí un jugo. Mi sed, mi sudor y mi cansancio eran más que animales. Me bañé. No sé cuánto tiempo estuve bajo el agua.

Luego me tiré desvestido en la cama y encendí el televisor. Los canales locales confundían a los ciudadanos intencionalmente. Me vi reflejado en varias tomas junto a Gustavo. En una de ellas aparecíamos entrevistando a Oviedo, cuando él respondía a nuestros grabadores. Busqué los cigarrillos. Encendí uno. Si me dormía, no iba a despertarme por horas y faltaban minutos para otra salida al aire por América. Comencé a vestirme.

Por el gran ventanal con la cortina descorrida vi un sector de la plaza. El humo negro se elevaba como un gran espiral colosal, perdiéndose en un cielo azul inocente. Manchándolo. Más atrás el río. Esquivando islotes verdes que daban para el lienzo de la mejor pintura.

El río continuaba con su voracidad, y desde ese quinto piso, parecía lo único notable que no se había paralizado por la discordia de los hombres. En la plaza, la horda era un tablero de fichas coloridas, corriendo de un lado a otro, en medio de los estallidos.

Recordé nuestra visita al Senado, el día anterior. El papel manuscrito que un legislador había entregado a Gustavo.

Contenía el nombre de los tres asesinos. Pero necesitábamos más fuentes. Un viento caprichoso había querido que el papel volara de la mano de Gustavo. Vimos perplejos como salió por el ventanal de vitró abierto de ese piso alto, y caprichosamente quedó temblando sobre las tejas de uno de los techos que daban al este. La cara que Gustavo puso superaba la incredulidad, No dudó en ir por el papel. Sufríamos cuando lo sacudía la brisa. A los fondos se veían las aguas del Paraguay, antes, una inmensa Villa de techos bajos con antenas de todo tipo, algunas satelitales, con coches modernos cada tanto estacionados sobre calles de tierra a las  puertas de ranchos, cubiertos de chapa y chatarra en los techos para que no se volaran. Le tendí la mano. Estiramos nuestros cuerpos y Gustavo recuperó el papel, medio arrodillado sobre las tejas. Entró por la misma ventana que había salido. El Senador, gordo, transpirado y grandote sonrió, luego secó su sudor con el pañuelo y regresó a su despacho. Podía volver a escribirlo, el tema era recuperar ese papel con su letra.

Nunca olvidaría aquello. Regresé al presente. Al hotel. Saqué las baterías del cargador enchufado a la pared y ubiqué las usadas para que se recargaran.

Ante la llamada de Portugal, volví a salir al aire. Había perdido la cuenta de la cantidad de informes. Se sostenían solos.

Luego pasaron minutos, o un siglo. Con los golpes en la puerta abrí los ojos. Gustavo podía más que yo.

– ¡Yayo, Yayo, vamos!- Me tuvo paciencia. Abrirle fue todo un esfuerzo.

Cuando descendimos por el ascensor, nunca supe porqué, recordé esos ojos negros. La vida en segundos se convirtió en una cosa que jamás sabré descifrar. Imaginé que ellas podrían haber regresado, que estuvieran en la puerta del hotel, esperándonos. No estaban.

Ya en la vereda, la gente corría y gritaba. El empedrado parecía retumbar bajo el calzado de goma caliente. En segundos la temperatura no nos perdonó. Traspirábamos una vez más. Nos miramos con Gustavo.

– Hay que seguir! -alcancé a decirle- ¡Cubas cae en horas!

– Entremos a la Plaza por las arboledas, por detrás de las tanquetas y los carros – me dijo.

Ahora debíamos dar un rodeo de unas seis cuadras.

Nos llegaba el sonido de los cañonazos. El ulular de las ambulancias también. Sobre la ciudad, vimos los helicópteros y el sonido inconfundible de sus rotores alcanzándonos a donde fuéramos.

A la mañana siguiente el Presidente Cubas escapó a Brasil, país que le había concedido asilo político.

El Presidente del Senado, Luis Ángel González Macchi, asumió la presidencia. Tres días antes, pudimos adelantarlo al aire cuando lo entrevistamos. A seis días del asesinato de Argaña, ocupó el cargo.

Al año siguiente, y como primer mandatario viajaría a Buenos Aires bien custodiado, en un coche de alta gama, un auto que tenía orden de captura en Argentina, robado algunos meses antes. Por esos días Brasil reclamó también otro coche robado, pero que Macchi tenía registrado en este caso, como particular. Y por esa época, ya en Argentina, los medios internacionales anunciaron los nombres de dos de los asesinos de Argaña, eran los mismos del papel que el Senador nos escribiera. Terminaron presos en Argentina. Pero Fidencio Vega Barrios y Luis Alberto Rojas, fugaron, a poco de que De La Rúa, expresara que iba a extraditar a lino Oviedo a Paraguay.

Esa última tarde, antes de que el Presidente Cubas escapara, cuando salimos del Continental, volvimos a la real desdicha humana. Acomodamos nuestras cosas y corrimos mezclándonos entre la gente, buscando la plaza.

 

Tres horas después entrevistamos a quien al día siguiente fuera el  Ministro del Interior. Nos recibió con un arma en la cintura, mientras limpiaba un colt desarmado, pieza por pieza, sobre su escritorio. Tenía botas tejanas y un traje blanco y costoso. Juró ir por Cubas. Pero no pudo contener la fuga del presidente Paraguayo a  la madrugada siguiente. Cuando dejamos su despacho, debimos evitar a los pungas siempre de a dos o tres, uno empujaba, otro cuidaba, el tercero metía la mano.

Éramos otra vez lo que elegimos ser, periodistas.

Asunción del Paraguay.

Marzo de 1999

(Esta historia es real)

FINAL

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YAYO HOURMILOUGUE

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Autor entrada: Carla